El deleite es para las fosas nasales, para los ojos que se dejan obnubilar por la irradiación de un sol peligroso pero irresistible. Es el mediodía rosarino de siempre, pero hoy se nos concede el tiempo para respirarlo.
Una brisa fresca insiste en hacer creer que el océano está a dos pasos. Es mentira. El río sigue siendo río, ese río en que un miércoles de noviembre el brazo de Marcelo Abram padeció el brusco atropello de la hélice lanchera que tomaría, también, parte de su tórax.
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Entre esos rosarinos que hoy salen a apropiarse del asfalto está mi bicicleta. El idilio no es fantástico, es real; Rosario roza lo idílico un domingo. Si en mi campo visual no entrara el tráfico de lanchas y motos de agua que, paralelo a la costa, ruge violento por las aguas del Paraná, entonces podría escribir que el ambiente es enteramente inocente, inofensivo. Pero hoy, el fantasma del incidente ocurrido el 14 de noviembre al norte de la Rambla Catalunya resuena con ecos de incomodidad, es inquieto a la visión, reclama escritura y dicta una crónica.
Voy pedaleando en busca de ese río. Al esquivar a unos nenes ciclistas que llevan puesto el minicasco pienso en el torpedo naranja que, tal como corresponde, llevaba Marcelo Abram el día en que lo embistió la hélice de una lancha abordada por tres jóvenes que no eran los titulares del vehículo acuático.
Pienso en los chicos, en la función heroica de los cascos.
Cuando la hélice de la lancha alcanzó el cuerpo de Abram, el nadador llevaba el “casco” puesto, su torpedo. No obstante, esta simple medida de prevención no logró impedir el accidente.
El torpedo naranja no habría sido visto por los tripulantes.
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El roce de los patines de un dúo de rolleros apenas me distrae. Es tanta la paz sin motores en la Avenida de la Costa que es imposible ignorar el ruido de las lanchas y los barcos. Apenas la mirada se topa con la barranca, la imagen de Marcelo Abram nadando diez metros más atrás que su compañero Mauricio deja de estar latente. Ahora se personifica.
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La firma de Marcelo Abram era recurrente en La Capital, medio gráfico para el cual trabajaba desde hacía más de una década.
El jueves 15 de noviembre, La Capital publica, en el día del aniversario del diario, la triste noticia. Manotazo duro, golpe helado se titula el apartado a pie de página. “Tenía una capacidad increíble para exorcizar con una broma […] y hacía reír siempre”, se lee. “Como periodista, mostró una vocación y una voluntad para buscar la noticia que le hicieron ganar la confianza de sus editores, en un lugar donde la información es siempre caliente como es el cordón industrial”.
Sórdido es el juego del destino que, con una advertencia fútil, estampa su huella en nuestra vida y nos las quita días después.
El domingo 11 de noviembre, el diario La Capital encabezaba la sección La Región con una nota, firmada justamente por Abram, cuyo titular todavía asombra e indigna: "Preparan un ambicioso sistema de rescate y emergencias portuarias". El artículo abarca una plana completa de la versión impresa. En el epígrafe a una de las fotos se destacan las palabras, “Las lanchas estarán equipadas para el traslado de pacientes en situación de emergencia. Todo se coordinará desde la central”. La lancha que muestra la fotografía porta la inscripción “rescate náutico”.
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Estoy por el Paseo Ribereño, ese dragón chino que atraviesa la playa de algunos clubes privados. La isla se ve más cerca, el río está “picado”. Un circuito para ciclistas que ya corrieron su maratón bloquea el acceso a la tabla naranja tradicionalmente adosada al portón de las piletas del Parque Alem —hay agua en las piletas, síntoma del verano rosarino. "Summer’s in the air, everywhere you look around". Freno la bici, me acerco al portón. Más allá del alambrado que media entre las piletas y el camping de los municipales, otra vez el río Paraná. Otra vez los barcos, las motos de agua, las lanchas. Hay que seguir viaje, me digo, todavía falta para llegar al río de Abram.
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La rótula de mis rodillas padece la ruta inclinada perpendicular al parque náutico Ludueña. Hay lanchas a un lado y al otro del arroyo, y también en tierra, a la sombra de los árboles. Enseguida cobra protagonismo la usina de Sorrento. El relieve que la cortadora le imprimió al césped le otorga la inexorable identidad de llanura rastrillada. Atrás quedó el parque náutico, el arroyo Ludueña.
Me pregunto si la lancha que atropelló a Abram habrá salido de esta guardería náutica, o quizás de la que está más adelante, o de alguna de las que fui dejando atrás.
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Marcelo “El Turco” Abram, periodista y nadador experimentado, era un tipo de pasiones divididas. A sus 51 años, el deporte al aire libre no era para él un simple hobbie, un sueño frustrado o un mero pasatiempo. La natación era su especialidad, su auténtica otra mitad; andar a caballo y esquiar, sus segundos predilectos.
El suyo era un espíritu que rayaba en lo multifacético. Como deportista concienzudo, activo y emprendedor, elaboraba sus propias comidas. El roquefort era su ingrediente favorito; la flora y la fauna debieron jugar un papel decisivo a la hora de moldear aquella personalidad espontánea y carismática, responsable y trabajadora.
La adrenalina y la variedad formaban parte de su vida como deportista y como profesional de la comunicación. En las fotos aportadas por los medios después del accidente a mediados de noviembre, Marcelo porta siempre una sonrisa, el marco es el deportivo, el fondo una pileta o la playa rosarina; su expresión es de una vitalidad y orgullo arrolladores.
Cuando el miércoles 14 de noviembre Marcelo salió a entrenar para una competencia en aguas abiertas, lo hizo junto a dos compañeros. Uno de ellos, Mauricio, era amigo cercano del nadador y había compartido con éste, entre rutinas de entrenamiento y competencias, el cumpleaños de quince de la hija del periodista.
Aquel miércoles el clima era caluroso, pero el calor era agradable; el sol invitaba al agua.
Marcelo y Mauricio salieron a nadar al norte de la Rambla Catalunya. Se desprendieron de sus bolsos, como era su costumbre, y partieron hacia las aguas del Paraná: Marcelo llevaba unas ganas genuinas de entrenar para las competencias en aguas abiertas de las que próximamente iba a participar y el torpedo naranja que lo volvería visible ante los ojos de las embarcaciones.
Entre las dos y dos y media de la tarde, Mauricio volteó ante la sorpresa del ruido producido por un golpe a escasos metros de sus espaldas. En el relato de su amigo, Marcelo gritó: “¡Me ahogo, Mauri, estoy herido!"
La hélice de una lancha en la que iban tres jóvenes mayores de edad había alcanzado parte del brazo izquierdo y tórax del periodista.
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Rambla. Al ir en bici veo pasar, como en una ilusión óptica que no es ilusión, una “R” tras otra, de color rojo y amarillo, rojo y verde. Rambla.
Como aquel miércoles, tanto en la zona de la Florida pública como en la paga, la diversidad es bienvenida en las aguas del río Paraná. Abundan los botes y los kayaks, pero entre ellos se cuela alguna que otra moto de agua, alguna piragua, muchas lanchas. La cercanía de los motores acuáticos con los andariveles que demarcan la zona de baño para los rosarinos es alarmante. Bañeros hay, uno cada cierto trecho.
“Luego de la muerte de Marcelo Abram: Piden informes por la seguridad en el río”, resuenan, uno tras otro, los titulares de los últimos días de noviembre. “La muerte de un nadador desnudó fallas en los controles en la navegación en el Paraná”; “Nadadores proponen crear un corredor seguro entre La Florida y Remeros”; “La lancha que chocó a Abram estaba a nombre de una mujer”.
“Homicidio culposo” sería el rótulo para la causa iniciada por la magistrada Marcela Canavesio, Juzgado Correccional Nº 10 de Rosario.
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Cuando Marcelo Abram ingresó al hospital Eva Perón de Granadero Baigorria, lo hizo gracias al solidario traslado de un vehículo particular y no de la mano de la ambulancia que debió llevarlo hasta allí. A pesar de la previa asistencia de una enfermera en la costa, el nadador ya había sufrido una pérdida de sangre muy importante. Es irónico que así sea, pero el tiempo no se detiene, siquiera cuando más lo necesitamos. El tiempo tampoco se detuvo para Abram.
Los tripulantes de la lancha que atropelló a Marcelo lo habían alcanzado hasta la costa; Mauricio nadó a la par de la embarcación. La escena, según la cuentan quienes la vieron, fue desesperante: los gritos de socorro se mezclaron con las corridas de los guardavidas. Una mujer se acercó en calidad de médica —carecía de elementos pertinentes para ayudar; una ambulancia privada pasó por allí, fue detenida ante la necesidad imperante de querer salvar una vida —la ayuda fue negada y el herido siguió desangrándose.
“Prefectura tardó más que la ambulancia”, diría luego una testigo en uno de los informes de Telenoche para Canal Tres. “La ambulancia vino después de que lo habían cargado en la chata. Salió a correrlo atrás, a ver si lo alcanzaba antes que llegara al hospital".
Veinte minutos aproximados es lo que tardó la ambulancia en llegar adonde se encontraba Marcelo, según lo indicado por Viviana Esquivel, directora del Sistema
Integrado de Emergencia Sanitaria. El miércoles 14 de noviembre fue un día de accidentes varios para la ciudad de Rosario, y al estar ocupada con otra emergencia, la ambulancia del hospital Alberdi tampoco pudo contarse como posible recurso de traslado. Así obra el tiempo, es todo o nada; el todo y la nada.
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Una vez que bajo de la bici, me acerco a la costa y doy con una vista panorámica difícil, preocupante. “El lema del capitalismo alcanzó al Río Paraná”, pienso. Entre veleros, piraguas, bikinis, motos, lanchas, torsos desnudos y kayaks, la filosofía reinante en el río no dista de la francesa laissez faire, laissez passer. “Dejar hacer”, ¿”dejar pasar”?
Hoy, el plano no parece distar demasiado de aquel miércoles de accidentes varios y colapso de la línea de emergencias rosarina. El peligro no parece haber abandonado las aguas del río Paraná. La gente está allí; las lanchas también.
Sí son visibles los agentes de la GUM (Guardia Urbana Municipal); los guardavidas en sus garitas, atentos; la cartelería está, como estuvo antes; el boyado para señalizar zona de baño está, pero algunos rosarinos desdeñan la idea de un límite... Con esto y todo, ¿será suficiente?
“La muerte de mi amigo y colega Marcelo Abram es injusta porque pudo haberse evitado si no se hubieran producido una cadena de irresponsabilidades", reza parte del copete de una nota de opinión por Carlos Delicia, publicada el 16 de noviembre de 2012 en el medio digital sinmordaza.com.ar.
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Los medios revisan con menor frecuencia la figura de Marcelo Abram. Como sucede con muchos casos semejantes, el precio de una alarma reveladora de grietas en sistemas de salud y emergencia, transporte y señalización, es la vida de un otro.
A Marcelo no alcanzaron a operarlo en el Eva Perón. Falleció pasadas las cinco de la tarde, el mismo día del accidente. Un paro cardíaco impidió la intervención quirúrgica.
Después de una racha meditabunda de cavilaciones ahora inútiles, vuelvo al manubrio. La lógica circular señala que la vida es una rueda y que, por lógica, hay que seguir pedaleando.
Ahí está el río, aquí estamos nosotros. La sensación en mi boca es ahora la del agua: inodora, incolora… Insípida.