Entre quienes participaron del acampe hay realidades muy distintas. Una de ellas
es la de Carolina Castillo, una chica que tuvo su primer hijo a los 16 años, ahora tiene otro y
cursó hasta 9º de EGB. Después se sumó a planes de capacitación que creyó se traducirían en
empleos, lo que no ocurrió. Vive en la villa La Lagunita e integra la agrupación Comedores
Independientes.
Al escucharla hablar se advierte que se fogueó en lo que llama "la lucha", "el
corte" y "el piquete", como digna hija del desempleo y los modos de resistencia a que hace ya años
el fenómeno dio lugar. "Que nadie me diga vaga: yo lucho para poder ir a trabajar", se
defiende.
La mayoría de la gente de los barrios que se suma de modo activo a ese tipo de
protestas no lo hace esencialmente por convicciones políticas abstractas, sino por expectativas
concretas de conseguir algo. Lo que sea: cuando lo que se tiene es muy poco, una beca, tickets o
una pensión 5.110, representan saltos muy valiosos.
De vuelta en su precaria casilla tras el acampe, Carolina confía en que esta vez
el fruto sea un trabajo. También recuerda que otra "lucha" le valió el año pasado recibir los
tickets de Santa Fe Vale (80 pesos) que —asegura— le negaban sistemáticamente en la
vecinal pese a estar inscripta y en condiciones de recibirlos.
Sabe perfectamente que la presión puede dar más frutos (o al menos con más
celeridad) que otros métodos de reclamo. "Ellos no te anotan, no te suman, están obligando a que la
gente llegue a lo que llega", razona. "Como yo no tenía caja, ni tickets, ni becas, me sumé a la
lucha", agrega.
El "ellos" es un sujeto ambiguo: refiere a funcionarios, a los directivos de una
vecinal, otras a quienes la critican.
De este último acampe, al que fue con sus chicos a cuestas, confía en acceder a
un derecho "mínimo y que mucha gente no entiende porque ya lo tiene: un trabajo, de cuatro horas,
de ocho, lo que sea".
"Quiero que mis hijos no tengan broncoespasmo por las chapas", dice.