"Parece que los derechos llegan sólo hasta calle Paraguay", se queja Griselda Ramírez y camina por la calle de tierra donde hace "más de 30 años" armó su primera casa, en barrio Las Flores, en el cruce de Presidente Roca y Batlle y Ordóñez. Griselda lleva la voz cantante de unas 50 familias que hace décadas construyeron sus hogares sobre un terreno que lleva casi dos décadas en medio de un juicio de desalojo. Mientras tanto, viven en medio de calles de barro, que con cada lluvia se convierten en una laguna, sin alumbrado público ni recolección de residuos, ni posibilidad de acceder a medidores de luz o de agua. En varias de las audiencias a las que fueron convocados durante el proceso judicial, los vecinos ofrecieron comprar en cuotas los lotes donde viven, a los que bautizaron como "Villa Tranquila".
Mientras habla, Griselda despliega una carpeta de papeles, algunos ya amarillos. Hay fotocopias de expedientes, citaciones, intimaciones y censos realizados en el barrio. Los escritos reflejan la tensión entre el derecho a la propiedad y el derecho a la vivienda, una tirantez frecuente y repetida en muchos de los barrios populares que crecen en las márgenes de la ciudad.
Griselda fue una de las primeras en llegar al lote con forma de L, que se extiende entre Batlle y Ordóñez y la cortada Acoyte y entre Presidente Roca y España. Eran los primeros años de la democracia y, por entonces, armo su casa en lo que era un descampado "con apenas unos ranchitos".
Muchos años después, dice, empezaron a recibir las notificaciones de un juicio de desalojo iniciado por los dueños del predio. "Ahí recién nos enteramos que esta tierra tenía dueño", afirma.
En los Tribunales
La causa judicial se inició en 1999, lleva el número 589 y se tramita en el juzgado de Instrucción de Circuito Nº 1, por el que pasaron varios magistrados. En el expediente se deja constancia de que el terreno fue adquirido por un grupo de abogados ocho años antes y se solicita el desalojo del predio donde se habían construido "viviendas precarias con chapas y ladrillos".
Gisel Fernández llegó a vivir al barrio siendo "muy chiquita". Cuando se inició el desalojo ya había hecho pareja y había construido su casa cerca de la de su mamá, como muchos de los hijos de esas primeras familias. Actualmente, según el censo realizado el año pasado por una trabajadora social del Programa de Acceso Comunitario a la Justicia (Atajo), en el predio hay 53 hogares, de los cuales un tercio lleva entre 30 y 20 años en el lugar.
El relevamiento abarcó a 43 familias, de las cuales el 92% tenía hijos menores. Y cinco grupos familiares contenían a alguna persona con discapacidad.
En ocho de cada diez familias, los jefes de hogar contaban con empleo. Eso sí: sólo el 18% tenía un trabajo en blanco. Además, a la mitad de los grupos llegaba la Asignación Universal por Hijo, el 30% accedía a la Tarjeta Unica de Ciudadanía de la provincia. Y el 12% era jubilado o pensionado.
El informe acota que las viviendas "no tienen acceso a los servicios básicos para el desarrollo de una vida digna" y destaca que "se pudo observar, que los jefes y jefas de familia, tienen la voluntad y posibilidad de poder realizar un aporte económico mensual para el acceso a la vivienda".
Los vecinos afirman que, varias veces, en el marco del juicio de desalojo ofrecieron pagar por sus lotes. "Pero los propietarios nunca quisieron saber nada", aseguran.
La canchita
El barrio tiene dos frentes, uno por Batlle y Ordoñez y otro por Presidente Roca. Entre esas dos calles se abren varios pasillos zigzagueantes que sirven de acceso a las viviendas. Hasta la cuadra del 6200, Presidente Roca está pavimentada. Cien metros más al sur, se transforma en una autopista barrosa, llena de pozos, que con cada lluvia se transforma "en una laguna". Los días de lluvia, los pibes no pueden salir para ir a la escuela y tampoco entran las ambulancias.
Cuando hay sol, los más jóvenes se juntan en la canchita de fútbol que los espera cruzando la calle. Allí, sobre un tapial pintaron el nombre del barrio "Villa Tranquila" y, al lado, otra frase recuerda que "Seguridad es incluir a los pibes".
Mirta Martínez llegó hace 20 años a una de las casillas del primer pasillo. Tiene un hijo discapacitado que es casi tan alto como ella, "vive con broncoespamos continuo porque cada lluvia nos inundamos", cuenta. Esos días, para salir de su casa tiene que llevar a su hijo "al hombro" unos cincuenta metros para que pueda tomar el transporte que lo deja en la escuela.
Las calles permanecen oscuras de noche. En verano, la luz y el agua escasea. "Pedimos varias veces que nos instalen medidores comunitarios, pero como no somos dueños de los lotes, no podemos pedir los servicios", advierte Griselda.
Belén Lamia y Juan Falcone son miembros de la Iglesia Pueblo Deseado y desde hace un año sostienen un merendero en el barrio. Dicen que las necesidades son varias, "pero la falta de acceso a la vivienda es "el" problema, porque el Estado no puede realizar mejoras en los espacios públicos, ni ellos pueden invertir en sus casas porque no saben si en algún momento tendrán que dejar el lugar", advierten.
Griselda cuenta que, ni siquiera pueden presentar proyectos en el Presupuesto Participativo. "Nos invitan a participar todos los años, pero tenemos que votar propuestas para La Granada o para San Martín A, nunca para nuestro barrio", se queja. Pero no baja los brazos y sigue, junto a sus vecinos, peleando por un mejor futuro para su Villa Tranquila.