“A la gente cuando no tiene para comer hay que darle la comida que vos comés en tu casa; si en tu casa comés milanesa, la gente también quiere milanesas y nosotras se las hacemos. Nos cuesta, pero las hacemos”. Cecilia lo cree, lo dice sin filtro y lo hace. Es cocinera y canalla, con el mismo ímpetu que declama juntó a las vecinas del Fonavi de Donado y Mendoza, esas mismas con las que “chismosea en la vereda”, y se pusieron a cocinar en marzo pasado, cuando las necesidades en el barrio comenzaron a apretar y muchas familias pasaron a depender de la changa del día. Lo hacen miércoles y sábados, abajo de los toldos y chapas que armaron en la cochera que les prestaron y se pusieron un nombre: “Las pibas de la jungla del cemento". Un homenaje al barrio en que el viven desde siempre y que aseguran que en las últimas décadas se convirtió justamente en eso, una jungla de concreto donde hay que subsistir a las carencias, "a la malaria" y a la violencia cotidiana.
La mayoría son nacidas y criadas en el barrio, ese que desde la Circunvalación a la altura de Mendoza se ve como una gran masa de cemento y que en los 80, cuando se inauguró, tomó el nombre de Supercemento no solo por estar construido en bloques de hormigón, sino además porque a poco de allí funcionaba justamente la planta de Supercemento. Un lugar que fue fuente de trabajo para muchas familias de la zona hasta su desaparición. “Ahora es un loteo de barrios millonarios”, cuentan las pibas.
Y sí, los 99 monoblocks que describen como “una jungla” tienen algo de eso. “Vivimos amontonados unos arriba de otros”, dice Cecilia y apunta que en cada una de esas estructuras viven unas 18 familias, lo que suma unas 1.782 unidades.
“El barrio era hermoso", dice Milton, que llegó con 15 años y es uno de los varones que se "colaron" en la iniciativa de las vecinas. Sin embargo, venta y consumo de drogas, circulación de armas de fuego, tiroteos, heridos y muertos en la cotidianidad del barrio, robos en viviendas y arrebatos, desempleo y carencias, hacen a un día a día de violencias.
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Las ollas. Los aportes de los comercios de la zona y las donaciones de carne, verduras y frutas sostienen las ollas.
Héctor Rio
Muchas de las chicas tienen trabajo, como niñeras, empleadas en casas de familia, Milton es mecánico y hay también empleadas de comercio, aunque justamente una de ellas fue despedida de Falabella en estos meses. Y no es la única, en el barrio hay muchos gasistas, plomeros y empleados que “se quedaron sin trabajo y ahora viven de alguna changa y de lo que juntan en el día”, señalan.
Duplicar raciones
La red que les permite poner las ollas al fuego dos veces por semana es barrial. Admiten que arrancó caóticamente, con aportes de cada una, incluso de sus propias alacenas, pero que se fue abriendo con los meses.
“Está el almacén de Donado y Prusia de Hugo, el Bauti y la Mari, la granja de los Los Tito en calle Derqui, todos esos son vecinos que nos aportan mercadería, además de donaciones anónimas, como la de un muchacho que mensualmente nos aporta toda la carne, las frutas y las verduras por un monto de cien mil pesos”, enumeran.
El miércoles pasado tiraron a la olla guiso de fideos con carne y la última gran movida fue en Semana Santa, cuando distribuyeron en el barrio miles de empanadas y las repartieron hasta en los colectivos.
“Le llevaron a todo el mundo, se fueron hasta calle Mendoza, trabajaron como locas", dice desde su patio la madre de dos de "las pibas", mientras las mira ir y venir por los pasillos internos del barrio, parada detrás del tejido que da a a una canchita del centro de manzana y apodado con un mural "Canalla beach".
Lo cierto es que lo que arrancó con 25 raciones de comida, que incluso llevaban a la casa de los vecinos que tenían vergüenza de acercarse, hasta los tablones que montaron sobre la calle Magdalena Güemes con el paso de los meses tuvo que crecer hasta 55 raciones.
“Intentamos ver la situación de cada uno”, apuntan, señalando sobre todo la situación de muchas madres a cargo de niños pequeños y jefas de hogar. “Hay una piba que tiene siete chicos, a ella le damos doble ración para ese día y para que al día siguiente tenga otro plato”, agregan.
Esquivar las balas
“El barrio no está bueno como antes”, lo dicen y lo repiten, recordando sus propias infancias y sin poder sacar los ojos de arriba de sus hijos cuando salen a jugar.
"Acá vivís con miedo de que pasen a los tiros y te matan un pibe", dice Milton, que tiene uno de 10. Y Cecilia cuenta que hace pocas semanas “hubo una ola de ataques por temas de drogas que hizo que hubiera muertos y heridos todos los días”.
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Pasaron de cocinar 25 raciones cada miércoles y sábados a duplicar el número a más de 50.
Hector Río
“Este era un barrio tranquilo”, suma Carolina y apunta además “a la gente que vienen de afuera” a la hora de explicar los robos que también se dan en la zona. “Entran a las casas, olvidáte de dejar una ventaba abierta o te arrebatan en la parada del colectivo”, agrega.
Sin embargo, coinciden en que “es la venta y consumo de droga” lo que desmadró el escenario. “Los pibes los vez pasar, consumen desde chicos, venden, se desconocen y por dos mangos los mandan a poner a otro", dice Cecilia para terminar de describir esa “jungla" que habitan.