A pocos metros de Pellegrini, en una esquina amplia, la parrilla humea en la
vereda. Es viernes, falta media hora para las 22 y los integrantes del Club Durando están a punto
de iniciar la rutina semanal de mayor importancia en la vida de la institución: sentarse a comer
como Dios manda. Adentro del salón ya está la mesa puesta, algunos vinos descorchados, un televisor
encendido, la ensalada, el pan y la morcilla. El olor del asado anima el espíritu deportivo que se
necesita para cultivar la amistad así, todos los viernes a la misma hora, desde hace 23 años.
"Atención muchachos: hoy es un día muy, muy especial", dice
Luis. El Pelado golpea un redoblante. "Eso", dice uno, y algunos aplauden. Luis levanta el
megáfono, y sigue. "Porque esto no se da todos los días. Por eso lo festejamos dos veces nosotros.
Este viernes, y el viernes que viene". La barra aplaude. "Eso", gritan. Uno se queja de que el
Pelado está tapando la cámara. "Che, Pelado, agachate". Otros se suman al reclamo: "Agachate
boludo". "Pelado travesti". Y los otros: "eeeehh". Luis retoma el megáfono: "Acá van a ver mucha,
mucha amistad. Acá pueden ver un poco como nos reunimos nosotros, y disfrutamos de estos viernes.
Venimos y descargamos todos los nervios, todo lo que pasa en la semana...". Uno de atrás agrega:
"Menos el afrecho...".
Color local. Las carcajadas demoran el comienzo de la marcha del club, que
suelen entonar al final del encuentro con una guitarra, un bombo y un redoblante. "Acá hay mucha
autenticidad", dice Luis, y recibe una ovación.
El Club Durando es eso: una versión fontanarrosista de las
logias, un grupo de viejos amigos que mantienen un ritual, cada semana, que podría figurar en
alguna enciclopedia sobre el folclore urbano rosarino. El salón donde se juntan desde el 1º de mayo
de 1985, en Castellanos y pasaje Manuel Suárez, está poblado de fotos de muchos de ellos mismos a
través del tiempo, reunidos en momentos similares. Hay escudos y pósters con viejas formaciones de
equipos de fútbol, placas que evocan a los que ya no están, más fotos e imágenes de Alberto
Olmedo.
"Acá hay una mística futbolera, con un mayor porcentaje de
centralistas, y la convivencia es buena", dice Ovidio. "¿Vos de qué cuadro sos?", le pregunta
Miguel al fotógrafo. Francisco demora unos segundos en responder. "Le dio vergüenza: es de
Newell’s", dictamina.
Miguel Di Stéfano tiene 75 años y habitó la casa que hoy es
la sede del club. En esa esquina funcionó una sastrería, después una imprenta, y finalmente se
transformó en el lugar de encuentro de viejos amigos del barrio Bella Vista, "la barra", a la que
se fueron sumando después consuegros y sobrinos y amigos de amigos. El núcleo del club se compone
de unos 20, 25 hombres que se juntan a comer todos los viernes a las 22, puntualmente. El más chico
iba con el padre desde que tenía 4 años, y ahora tiene 18. El más veterano "es Panero, que tiene 90
años", y sigue asistiendo cada tanto.
La mayoría tiene de 50 para arriba, y todos comparten el
placer de comer y de hablar a las anchas –y a los gritos a veces– de fútbol y de
política, reírse hasta el cansancio de las mismas viejas historias, repartir insultos ocurrentes,
evocar el mundo de antes, opinar sobre cualquier cosa, apasionadamente; en fin: explotar al máximo
cierta esencia "participativa", inconfundiblemente rosarina. Lo resume el lema del club: "Durando,
club de amigos, las pelotas y algo más...".
Di Stéfano explica que el himno del club fue declarado de interés Municipal, y
dice con orgullo que tiene el mismo rango que la letra de la marcha de San Lorenzo, y la letra de
la marcha de Central. La letra es un poco rara, y se canta al final, con el estómago lleno y las
botellas vacías: "Noches de viernes y de amistad, viejas nostalgias del barrio aqueeel". Tres
personas que fueron invitadas al club, dieron la misma explicación sintética a La Capital: esos
viejos son unos personajes.
Festejos. Este diario les pregunta a ellos, que son los que se juntan hace 1.200
viernes, acerca del fenómeno del Día del Amigo en la ciudad. Que rosario posiblemente sea el único
lugar del país donde el almacenero te dice "Feliz Día" un poco antes del 20 de julio, como si te
dijese "Felices Pascuas", resulta para ellos una sorpresa. "¿Qué? ¿En otros lugares no es así?". El
origen cronológico del fenómeno amiguista desata una discusión. "¿Siempre fue así?". "No, no". "Sí,
sí, sí, che". "No, no, no". Después el debate se diluye, porque unos se ponen a discutir acerca de
si está buena o no la presidenta, y otro se queja porque le pusieron cebolla a todas las ensaladas
de lechuga. El origen de una fecha en el año no les importa demasiado. Ellos volverán el próximo
viernes a mantener un ritual que celebra la existencia de pequeñas cosas, una tradición cotidiana
que no tiene mucho más sentido que el que tiene cierta literatura, que los convirtió, literalmente,
en algún cuento de Fontanarrosa.