Como estudiantina tardía de septiembre, dos amigas tomaron un té del reencuentro casi un siglo después de haber sido compañeras en la que hoy es la Escuela Gurruchaga. Se despidieron en sexto grado y no volvieron a verse hasta que una nota en La Capital, sobre el cumpleaños 102 de Dora Casullo, el pasado mes de julio, le dio una pista a Norma Ceschini, que corrió a buscar una vieja foto del último día de clase. No había dudas, era ella, la segunda de la fila, quien le había dedicado la imagen sepia como cariñoso recuerdo de la vida escolar.
"¡Es mi compañera!", cuentan que dijo Norma, que en diciembre cumplirá 101, cuando vio la nota y buscó la foto de una "nena coqueta sentada en un silloncito" fechada en noviembre de 1929, y que firmaba Dora. Fue la pieza clave y nada pudo detener el encuentro.
Vitales, dispuestas y espléndidas se saludaron después de 90 años, mientras sus familiares no daban abasto con las fotos."¡Qué emoción, qué emoción", repetían ambas y los añosos muebles del estudio de la casa de Dora se iluminaban. Se sabe, los afectos son poderosos.
Recuerdos hilvanados. Compartiendo sillón, Norma y Dora abismaron en sus mundos internos buscando aquellas niñas, primera y segunda de la fila en el quinto y sexto grado de la por entonces Escuela Francisco de Godoy, Salta y Crespo, y los recuerdos comenzaron a llegar claros, plenos, hilvanados con risas y guiños. Casi se diría que la vieja foto apenas tenía unos días y que el tiempo las había dejado afuera con una pirueta.
Como las de aquellas mañanas de sábado, cuando debían limpiar los pupitres con el aceite de las nueces apretadas en un trapito, después de sacar los rastros de la tinta y de las plumas vacilantes con jugo de limón. Había seis días de clase en un aula de silencio estricto y de "respeto". Claro que eso no les impide ahora reír de la corpulencia de aquella directora casi pétrea o de la imponencia de la señorita María Paula Godoy, que casi la veían debajo de su busto cuando se paraba frente a la fila. Así de pequeñas eran y así de gigante aquel mundo.
Para cuando llegó el té con masas, esas pequeñas se habían adueñado de la reunión y la emoción de Mariela, Lila y Héctor, nieta e hijos respectivamente de Dora y Norma, no cabía en ninguna parte. Poniendo algún trazo en las anécdotas, completando datos, riendo juntos y compartiendo fotos. Otros miembros de la familia también iban y venían, nadie quería perder la ocasión. Mientras la memoria brotaba fresca para sorpresa de los presentes.
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Una fotografía de Dora en sus años de juventud.
Risas y anécdotas. "¿Por qué fue que sólo hiciste quinto y sexto en la Escuela Godoy? Que dicho sea de paso nadie sabía porque se llamaba así", preguntó Norma. Dora respondió que en su barrio no estaba el último grado y hasta recordó que tomaba el tranvía para llegar desde Arroyito, y que en una ocasión el guarda le rozó la mano al darle el boleto. "¡Sinvergüenzas hubo siempre!" ríen a carcajadas las abuelas. "Pero es que ella realmente era muy bonita", comentó compinche Norma.
"Eramos buenísimas como alumnas, claro que sí", dicen a dúo, recuerdan que sólo iban mujeres y Dora evoca el acto donde hizo de Patria con una sábana que dejaba el hombro al descubierto. Mientras Norma no puede olvidar que antes de entrar a clases, en la fila, debían recitar el Preámbulo de la Constitución Argentina. A la misma escuela, antes que Norma, había concurrido su mamá y después lo hicieron, su hija y su nieta.
"A mi me gustaba cuando salíamos al recreo", dice Dora y todos celebran. "¿Te acordás que una vez yo tenía los brazos extendidos y se golpeó sin querer esa chica alta que venia con vos a la escuela?", recuerda Norma de aquel juego de popa. Y ambas coinciden en que "no eran tan bandidas, con doce años jugábamos a las muñecas, era otra vida".
"Tanto que hemos vivido, pasamos tantas cosas, todo es muy distinto", aseguran y citan comida y modos de ser, pero sólo a modo de ejemplo, porque dicen que sobran las transformaciones de la vida cotidiana, y no sólo porque en su niñez y juventud se usaban sombreros.
El té va terminando y Dora habla de no detenerse nunca, de aceptar los desafíos y de la alegría de estar viva, lúcida y disfrutar de su familia. Norma coincide. No es necesario preguntar el secreto. Ellas siguen hablando de lo suyo en el sillón mientras en el ambiente crece algo parecido a una certeza, es algo sutil, pero se siente: son los sueños inclaudicables.
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Norma y Dora, hace pocos días, cuando se reencontraron en la casa de la segunda para recordar sus días en lo que hoy es la Escuela Gurruchaga.
Adelantada, estudiosa y piropeada por Olmedo
Nacieron el 14 de diciembre de 1915 y 14 de julio de 1914, eligieron a los hombres de sus vidas, viajaron, bailaron y nunca se detuvieron, fueron mujeres de su tiempo y hasta adelantaron postas. "Fui de las primeras en usar pantalones para andar en bicicleta, a pesar de que me gritaran machona", cuenta Norma y no para de reír, consciente del impacto que producen sus anécdotas; y tiene razón, no cualquiera puede decir que Alberto Olmedo la piropeaba en la carnicería de José Becaccece. "Era un chico atrevido", festeja. A los 101, Norma lee hasta la madrugada si la atrapa una buena historia. Contó que tuvo que trabajar desde muy pequeña como ayudante de modista, pero no fue ese su oficio, aprendió inglés, francés y estenografía para convertirse en una eficaz secretaría, hasta que se casó con Antonio Héctor Mondaini, un "buen mozo de ojos verdes", casi ocho años más joven, con el que compartió la vida.
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El reverso de la foto que buscó Norma tras leer el diario y reconocer a su amiga. Dora se la había dedicado en noviembre de 1929.
Fieles lectores
Antes de 1900, los abuelos de Norma recibían La Capital en su casa de calle Vera Mujica, en el corazón del barrio Pichincha, de un reparto que se hacía a caballo. Desde entonces son fieles lectores del diario. Habían llegado a la Argentina desde Italia, justo el mismo día en que tocaba puerto el barco que traía los restos de Domingo Faustino Sarmiento, desde Paraguay.