La moza se acercó al muchacho con el número en la mano y le dejo dos pintas de cervezas y una bandeja de papas. A escasos centímetros una pareja se regaló algunos mimos mientras algo más allá, un grupo de amigos se enfrascó en charlas futboleras. La escena no tendría nada de extraño sino fuera porque no se dio dentro de un restaurante, sino que en Pichincha es habitual verla en la vereda.
Y sí, los pedidos se consumen allí, donde se pueda. De jueves a domingo muchos bares colapsan de comensales (algo para aplaudir en tiempos de crisis económica) y los reciben en la calle. De más está decir que los baños de esos locales no están adaptados para recibir a esa multitud y, obviamente, colapsan.
Los que no están muy contentos son los vecinos, para quienes cada fin de semana se convierte en un suplicio y la tan mentada convivencia se esfuma al ritmo que sube la cotización de los trapitos para privatizar los sectores públicos de estacionamiento.
Hace un par de semanas una mujer debió sofocar un principio de incendio en su vivienda porque el camión de Bomberos no pudo pasar debido a que un auto estaba mal estacionado.
El problema no es nuevo. Es más, desde 2015, el barrio de raigambre prostibulario viene siendo un imán para la apertura de locales gastronómicos.
Sólo para dimensionar la explosión de esta zona de la ciudad: entre 2015 y 2017 la habilitación de comercios creció allí un 85 por ciento. Hay prácticamente más de un bar por cuadra. Y a pesar de que es el municipio el que habilitó todos esos comercios, no parece acompañar esa coyuntura con el debido control que se necesita para que la zona no se torne un caos. Ergo, se tornó un caos.
Además, se fomenta el estacionamiento en ambas manos pero nadie chequea que los trapitos no se hagan un picnic, tarifen la zona a su libre albedrío y algunos hasta se pongan violentos cuando alguien se niega a pagar por dejar el auto en un espacio público.
Para peor de males para quienes viven allí, hay concejales que hasta presentaron proyectos que analizan cortar directamente el tránsito en algunas calles para que la gente pueda caminar como si fuera una peatonal.
Imagine el atribulado vecino: si ahora es un caos en la vereda, lo que puede suceder si se habilita la calle.
Está genial que la gente se divierta. Y está bárbaro que los vecinos puedan descansar. Ese delicado equilibrio en Pichincha está roto y recién esta semana un grupo de habitantes del lugar logró llegar hasta el despacho de la propia intendenta para plantearle sus quejas. Como se dijo antes, el boom gastronómico en el barrio viene en franco ascenso desde 2015. La reunión con los vecinos llegó en 2019, cuatro años después y meses antes de las elecciones. Pero bueno, por lo menos se concretó.
Si se habilitan tantos locales en la zona, es lógico suponer que al menos se respetarán los cupos de clientes. Si el bar está colmado, la comida no debería entregarse en la vereda. Si el baño está colapsado, el contenedor de basura no debería ser un mingitorio. Normas básicas que se deberían entender pero que aquí, como en la mayoría de las grandes ciudades, no se aplican. Y así se llega al hartazgo.
No se trata de no divertirse. Tal vez si se empieza por respetar derechos y hacer cumplir las normas como se debe, entonces la tan mentada convivencia se haga realidad. Por ahora, sigue naufragando en el utópico terreno de las frases hechas.