Los ojos verdes de Dora Casullo se iluminan cuando recuerda. Quizás la misma mirada que sedujo a Vito cuando la veía pasear con sus amigas por la avenida Alberdi. Quizás fue ese amor el que la acorazó a la vida y que hoy, a los 102 años, aún le enciende el alma. "Jamás discutimos", dice orgullosa y el álbum de fotos comienza a desandar vivencias, desde aquella niña inquieta que trepaba por damascos hasta el paisaje de sus últimos viajes. Cuenta, piensa, ríe, habla sin pausa y sorprende, sin decirlo revela su secreto: el ánimo siempre cerca de los desafíos, y sentir que se es feliz, a pesar de los escollos bravos, que también los tuvo.
En la sala de la casa que habita desde hace 82 años, cuando la calle Alvear al 700 era un barrio tranquilo, la biblioteca, el escritorio y el sillón evocan la vieja escena, cuando Vito la sorprendía con los pasajes de algún viaje o simplemente hablaban. "Recorrimos el mundo", cuenta Dora y en el relato secuencia los paseos que la llevaron a Europa, China y Japón, donde dice que ambos bebieron de una fuente, en un ritual desconocido pero que ellos asociaron a un elixir de juventud. En su caso se cumplió.
Dora pasó su infancia en Arroyito, cerca de la iglesia del Perpetuo Socorro, un siglo atrás, cuando pasaba el lechero, había adoquines en las calles, se compraba en Gath & Chávez y se aprendía a bordar y coser después de la escuela primaria. En ese barrio nació sietemesina el invierno de 1914, de Rosa María y Mariano Casullo. Antes habían muerto dos pequeños hermanos de modo que pasó su infancia con Irma, su hermana mayor, casi como hija única.
"Jugaba sola, en los estantes de un aparador que no se usaba armaba la casita, hacíamos comidita con arena, a veces venía una amiga, Blanquita, cortábamos peras y las calentábamos en una cocinita de alcohol, se ablandaban y las comíamos", cuenta. Pero también le gustaba el patio, no tenía miedo, era de trepar y subir hasta la última rama para cortar damascos.
La adolescencia en el barrio incluía los paseos de domingo con las amigas. "Nosotras paseábamos por el medio de la vereda, los muchachos estaban junto al cordón y decían piropos", explica. Y aún no olvida cuando el más buen mozo del grupo le sonreía; como no se sentía la destinataria, "daba vuelta la cara" como respuesta.
Pero un día Amadeo Vito Campo se animó y le "habló" en la plaza. Era un estudiante avanzado de medicina que llegó a ser director del Hospital Alberdi y profesor de la facultad. La respuesta se hizo esperar pero llegó y se casaron cuando Dora tenía 20 años concretando la decisión que él confió a un amigo: "o esa chica o ninguna". Así de categórica fue la relación que les permitió cumplir 52 años de casados, antes de que Vito muriera en 1988.
"Fuimos tan felices", repite Dora mientras pasan las fotos donde se la ve hermosa y elegante, cuando bailaban tango y valses vieneses con tacos que le permitían hacer pareja con Vito, que además de buen mozo, era muy alto. Como cuando en China, hicieron una rueda para bailaran solos una milonga entre aplausos.
En la enorme casa de calle Alvear llegaron los hijos: Hugo Alberto, médico, ya fallecido y Juan Carlos, ingeniero, que murió a los 32 años en un accidente en el que sobrevivió su esposa y su pequeña hija, Mariela, a quien Dora cuidó de pequeña y que ahora, como nieta mayor, la asiste y la tiene "como una reina". La familia se completa con otros dos nietos y cuatro bisnietos.
"Siempre estuve conforme con lo que tuve en la vida. Hubo tiempos buenos, de los muy buenos y de los otros", dice Dora, coqueta de trajecito y blusa, de piel fresca y ojos vivaces, mientras habla y subraya el relato con gestos amplios. Se asume sana, come de todo pero moderadamente, por la tarde hace arreglos de ropa y teje, para no sentir que está sin hacer nada. Mira televisión y está al tanto de lo que pasa en el país a través "de los noticiosos" donde ve cosas que la indignan. Eso sí, novela no mira porque considera que hay que estar muy pendiente y ella tiene sus labores.
Las claves. ¿Cuál es el secreto? "No estar siempre pensando me voy a morir, eso lo sabe Dios, todas las noches pido por la familia y por el mundo entero sin hambre y con paz, y que cuando me tenga que ir, no me deje ni haga sufrir", argumenta y resume: "Hay que estar activo, siempre hacer algo, aceptar desafíos y sobre todo confiar en que uno puede lograr las cosas".
Ahí está la clave, dice su nieta Mariela mientras Dora cuenta hazañas antiguas y no tanto, como cuando hasta no hace mucho, iba y venía a la terraza y arreglando cosas, algo impensado a sus noventa largos.
La fiesta. El jueves 14, la familia se reunió para festejar su cumpleaños con un almuerzo en el Savoy, ella era una persona mayor más, una abuela como tantas de las que había en el lugar. Torta, flores y la sorpresa de los comensales de mesas vecinas cuando un 102 destelló en medio de aplausos. Ella abrazó las rosas rojas y pensó una vez más en esa historia de amor extraordinaria, que la hace sentirse plena sólo por el hecho de haberla vivido. Entonces, sintió profundo el afecto y pidió un deseo: "Vivir unos cuantos años más".