El diario de Ovidio Lagos fue uno de los más consecuentes defensores del proyecto urquicista, lo que la historia reconoce de modo unánime como una convicción sincera más allá de la gratitud de su fundador al apoyo que el entrerriano prestara a su propósito de abrir una tribuna periodística que bregara también, con la pluma y no con la espada, por un país federal.
Pero no es sólo por aquel período decisivo de la vida del país que La Capital iba a constituirse desde hace un siglo y medio en lo que una canción popular definió como el solo vicio de una ciudad que lo tendría como su cotidiana fuente de información. Su valor imponderable fue —como ocurre sólo con los grandes diarios del mundo— reflejar de modo permanente el pulso no sólo de los avatares políticos, económicos y también sociales del país, la ciudad y la región sino el del maravilloso fluir de la vida cotidiana de una ciudad cuyo progreso acompañaría de modo permanente.
Por eso, los rosarinos se enteraban a diario, en tiempos en los que la informática, internet, las redes sociales y otros adelantos de una tecnología avasalladora eran una utopía, de cuáles eran los dictados de la moda, el precio de una casa, el loteo de terrenos en lo que después serían barrios, las novedades de los teatros que se fueron levantando por el aporte inmigratorio y en los que reinaban la ópera, la zarzuela y los dramones finiseculares.
Atento a los cambios
Más allá de ocuparse de la eficiencia o ineptitud del intendente de turno, de los debates provechosos o triviales en el Concejo Deliberante, del finalmente concretado proyecto del puerto, el diario estuvo atento a esa variopinta escenografía que constituye a una ciudad y que incluye desde los grandes hechos policiales a la aparición —con el flujo inmigratorio— de las academias de bellas artes en las que se formaron Musto, Schiavoni, Caggiano, Berni y otros pioneros y de los conservatorios musicales.
Tampoco pasó por alto la concreción de una arquitectura en muchos casos notable de la mano de italianos, ingleses, franceses y norteamericanos, buena parte de ella demolida por una concepción por lo menos discutible del progreso edilicio, a la aparición de una por entonces trabajosa identidad.
Sin dejar de tomar partido —como lo hacen y harán seguramente los grandes medios de aquí y de más allá— La Capital no fue ajena a la defensa de los que consideraba sus intereses, pero a la vez a los que eran los legítimos intereses de la ciudad y de los miles de rosarinos lectores de sus páginas cuya fidelidad, aun en esta actualidad de lecturas on line y del peligro de extinción de los libros y los diarios, lo ha hecho sobrevivir ciento cincuenta años.
Cientos de periodistas pasaron por su redacción, algunos con la impronta de quienes estaban también muy cerca de la literatura como Fausto y Diógenes Hernández, Hernán Gómez, Gary Vila Ortiz, entre muchos más; otros con la envidiable capacidad de captación de lo popular, con la a veces peligrosa tarea de la investigación periodística o con el talento para la crónica, también ella convertida hoy en valiosa literatura.
Siempre cotidiano
Desde las lejanas primeras planas invadidas totalmente por los avisos clasificados y el tamaño sábana común a los diarios de finales del siglo XIX y primeras décadas del XX, a las ediciones de estos días, que nos anotician con un golpe de vista a su página inicial de sucesos que nos aterran o alegran, de hazañas deportivas tanto como de crímenes mafiosos o corrupciones en cadena, La Capital no ha abandonado su condición de diario de lo cotidiano.
Ya no es como hace 70 u 80 años, cuando toda información debía pasar por sus páginas. Hoy hay otras opciones, pero no puedo dejar de recordar el ingenioso aviso que pergeñé hace más 20 años para una agencia de la ciudad: Cuando mi abuelo se casó, se olvidó de publicarlo en La Capital, treinta años después, mi abuela seguía creyendo que era soltera...