Al trascender la semana pasada que Luis Bruschi se tomaría licencia de su cargo de jefe de policía provincial fue evidente que nunca volvería. O que no podría volver. Darle vacaciones sin plazos ni motivos claros al conductor de una institución basada en la obediencia supone socavar la fuente esencial del mando: la autoridad. Con la designación de José Luis Amaya y Pérez como nuevos jefe y subjefe de la fuerza santafesina queda disipada, para quien la tuvo, la duda sobre el fin del ciclo de Bruschi. Restaba saber qué motivo llevó a que el gobierno de Miguel Lifschitz tenga su tercer jefe a ocho meses de iniciado.
A veces en el análisis de la coyuntura, como decía el ensayista francés Roland Barthes, el efecto decepciona a la causa. A nivel de cúpulas policiales cada cambio de jefe suele venir con interpretaciones de antemano. O castigo por resultados no alcanzados, o por ser refractarios a órdenes precisas, o fusible de la coyuntura. Nada de esto pasó en este caso.
Lo que termina con la gestión de Bruschi es el arrastre de una crisis de confianza que se desató entre el jefe policial y el nivel político. Al iniciarse el ciclo Bruschi les planteó a sus conductores políticos, el secretario de Seguridad Pública Julio Pereyra y el ministro Maximiliano Pullaro, que para asentar el principio de autoridad era importante ofrecer imagen monolítica entre mando civil y jefatura policial. Unidad de voces y unidad de acciones. Y llaneza para discutir las prioridades y las decisiones operacionales
Pero el primer desajuste sería irremontable. Paradójicamente se trataba de un hecho donde las partes tenían el mismo diagnóstico. Bruschi había pedido disolver el Departamento Logística de la Jefatura provincial, el estratégico D4 que se encarga de los trámites de adquisición de los insumos necesarios para la fuerza, en la convicción de que era un irrecuperable nido de corrupción alimentada por oficiales jefes. Los jefes políticos le dijeron que habría que esperar para ello. Entretanto el propio ministerio preparaba una denuncia con la que en mayo un fiscal avanzó contra empleados del D4 que contrataban servicios que nunca se hacían. Bruschi se enteró por los diarios.
Desde entonces nunca recuperó la idea de ser apreciado por sus superiores políticos. No tenía un mes como jefe provincial. Y deseaba irse. A eso se sumaron algunas cuestiones como una relación conflictiva con el secretario privado de Pullaro, lo que en cualquier otro marco habría sido salvable, y la idea en el gobierno de que no era el hombre con la adustez de carácter en el que se basan los liderazgos, en otras palabras el requerido para conducir.
Pero esa cualidad el gobierno la sabía de antemano porque Bruschi había sido jefe de la Policía de Investigaciones (PDI). El problema era que el oficialismo había pedido apoyo en la Legislatura a un jefe al que ahora quería remover. Antes lo habían sacado a Rafael Grau por no sentirlo consustanciado con los objetivos.
Cuando lo presentaron a Bruschi como jefe, los funcionarios del gabinete de Pullaro lo ponderaban como un oficial intransigente con la corrupción que hizo a la fuerza vastamente célebre. También lo indicaban como un defensor convencido del sistema de patrullaje por cuadrículas y como un crítico del sistema actual de comisarías en coincidencia con el anunciado plan de seguridad. Por esas cualidades fue encumbrado. Es dudoso admitir que un gobierno que proclama la atenuación del delito en base a inteligencia criminal remueva jefes por un pico estacional de homicidios que son multicausales.
Los gobiernos del frente progresista ensayaron planes muy anunciados y de corta vida. Hace un año estaba vigente el esquema de cinco nodos con 51 jefaturas de policía de ciudad que pasó a mejor vida. Cambiar un jefe no debería ser problemático cuando se tiene un rumbo. Eso es lo que la gestión de Pullaro tiene el desafío de demostrar.