Fixture, Black, Lighting, Wood, Flooring, Floor
Human body, Gesture
Human body, Sleeve, Gesture, Art, Font, T-shirt
Sleeve, Gesture, Font
Sleeve, Gesture, Happy, Interaction, Font

LAS

LAS VISITANTES
VISITANTES

Historias de mujeres que cuidan a los presos

Todavía es de noche, pero en la calle Belgrano al 2400 de la ciudad de Coronda —a sólo 125 kilómetros de Rosario— nadie duerme. La charla estridente, el rouge, el glitter y las uñas de colores contrastan con la oscuridad de la calle. Si lo único iluminado no fuera la torreta del Instituto Correccional Modelo César Tabares, la escena podría situarse en los alrededores de un boliche, en el horario en que las mujeres entran gratis. Porque esta madrugada de miércoles, y del resto de la semana, la mayoría de las visitas a la cárcel son femeninas. En las prisiones la carga de cuidados también recae sobre ellas y es por eso que, en la puerta del penal más grande de la provincia, una extensa fila de parejas, madres o hijas esperan turno para visitar a sus hombres presos.

Las cárceles santafesinas alojan a 7.573 personas. Según el cálculo del Servicio Penitenciario, el 70 por ciento recibe una o dos visitas por semana. Cada siete días, entre la prisión de Santa Felicia, al norte de la provincia, y los penales de Rosario, en el sur, se mueven unas 10 mil personas. Nueve de cada diez son mujeres.

Después de recorrer tres de las diez penitenciarías de la provincia se conoce mejor a esas visitantes. La mayoría son menores de 35 años, tienen hijos a cargo y subsisten con trabajos informales, planes sociales o la ayuda de familiares. Entre el traslado y la estadía invierten de 8 a 12 horas y gastan por lo menos unos 4 mil pesos en la preparación de los bolsos con alimentos que llevan a la cárcel. Toda esa mercadería, que ingresa a cuentagotas, suma un volumen aproximado de 40 mil kilos semanales. El equivalente a unos 50 volquetes repletos.

Pese a todo ese despliegue, y al aporte afectivo y económico que hacen al funcionamiento de las prisiones, la tarea que realizan pasa desapercibida. Tanto adentro como afuera de la cárcel son casi invisibles: no existen censos que las registren, estudios académicos que las tengan como protagonistas, organizaciones que las representen o políticas públicas destinadas a ellas.

Las filas de mujeres en las puertas de las prisiones son el lado B del rotundo crecimiento del número de personas detenidas. En apenas 12 años los penales santafesinos duplicaron su población, casi como una respuesta automática al crecimiento de la violencia urbana. A medida que escalan los conflictos entre bandas armadas que se dirimen en las calles de Rosario, las cárceles se pueblan de varones jóvenes, la mayoría acusados de robo y casi la mitad sin condena firme. Con 1.500 personas alojadas por encima de las plazas disponibles y con un presupuesto carcelario destinado principalmente al pago de sueldos, los bolsos que arrastran las mujeres por los pasillos de los penales resultan imprescindibles.

Cada semana unas 10 mil personas llegan a los penales de la provincia. Llevan alimentos, hacen trámites y mantienen vínculos. Un trabajo invisible que sostiene las cárceles.

La esquina con dos bodegones

Capítulo 01

En la esquina de la cárcel de Coronda hay dos bodegones enfrentados. Tienen la fachada pintada de colores y, pese a que ningún cartel indica sus nombres, todas los conocen y saben que abren puntualmente a las 4.30 para recibirlas. Ofrecen refugio para el cansancio o el frío y resuelven las compras de último momento.

En la vereda, dos mujeres fuman y conversan. Laura, de 35 años, vive en la provincia de Córdoba y viaja a dedo todas las semanas para ver a su pareja. A veces llega antes de que abran los bares, entonces duerme en la puerta. Marcela, 49 años, también es cordobesa, atiende una peluquería junto a su hija y no falta nunca a visitar a su compañero: “Una persona presa pasa todo el tiempo esperando una visita”, explica y se acomoda un barbijo decorado con perlitas plateadas. Un perro blanco la mira, le mueve la cola.

Los bolsos al tope cortan el paso en el bar donde las visitantes se peinan, se pintan los ojos o se planchan el pelo. Con la primera luz del día, cruzan la calle y forman fila delante de la cárcel. Las cuadrillas de penitenciarios que llegan al cambio de turno se cruzan con chicos camino a la escuela. A la intemperie, aun si llueve, ellas esperan su turno cargadas con bolsos, colchones, mesas plegables y hasta algún viejo televisor. A las 8 la cárcel se abre.

Sobre el frente del penal de Coronda una placa recuerda que en ese lugar funcionó un centro de tortura en la última dictadura cívico militar. La prisión lleva el nombre de César Tabares, un abogado militante del peronismo revolucionario que llegó a ser director general de cárceles de la provincia. Al año del golpe fue detenido y desaparecido.

Sin reparar en estos detalles, las visitantes entran en pequeños grupos. Desde que en 2019 un incidente a tiros en la entrada a la cárcel de Piñero desnudó un negocio ilegal con la venta de números para el ingreso, los turnos son digitales y se sacan con anticipación. El sistema evita llegar de madrugada, pero sin celulares adecuados o conectividad representa un costo extra: pedir en el quiosco del barrio que les saquen un turno. Ser de las primeras en ingresar lo vale. La visita termina a las 17.45. A esa hora, se haya entrado a las 8 o a las 13, se sale del pabellón.

Otros cambios en la dinámica de la visita fueron causados por la pandemia. En los primeros días, la suspensión del ingreso de familiares hizo temblar las prisiones. En Coronda se desató un motín que dejó un muerto y cinco heridos. Los detenidos tuvieron que esperar ocho meses para volver a ver a sus familiares, pero en todo ese tiempo nunca dejaron de recibir los bolsos con alimentos y artículos de higiene.

Teresa tiene 72 años y, aunque su edad la incluía entre los grupos de riesgo, siguió asistiendo a su hijo preso en Piñero. “Sin nuestra ayuda no tenían ni jabón para bañarse”, asegura y recuerda que por esos días las familias de detenidos fueron considerados trabajadores esenciales, lo que les permitió moverse para llevar los paquetes. Curiosamente, por necesidad, se reconocía por primera vez como actividad laboral aquello que las mujeres realizan desde hace años.

Pasada la crisis sanitaria, el ingreso de familiares dejó de concentrarse los fines de semana y se distribuyó de lunes a viernes, según el pabellón. Esa fragmentación le dio un sesgo aún más íntimo a la visita, lejos de los encuentros masivos de otros años cuando miles de personas por fin de semana se reunían en el patio central de la cárcel.

Para el secretario de Asuntos Penales y Penitenciarios, Walter Gálvez, desde que se espaciaron los encuentros la cárcel está más tranquila. “Para el interno el vínculo con sus afectos es algo muy importante. Se nota la diferencia entre aquel que recibe visitas con el que no. El pabellón que tiene familiares siempre está en calma”, dice.

Las pantallas del centro de monitoreo de Coronda le ponen imágenes a la convicción del funcionario. En los pabellones sin visitas los presos corren, saltan, se torean, se sacan la remera, hay desorden. El contraste con los otros es enorme: se percibe una quietud de iglesia. La nave central parece desierta. A ellas no se las ve. Están en las celdas.


Material property, Font, Red

en Prisiones

En sedes policiales

Provincia de Santa Fe durante el 2020

hOMICIDIOS

Personas privadas de libertad

Encarcelamiento

Departamento Rosario

Provincia de Santa Fe

2010:

2020:

0

0

Las cárceles en cifras

FUENTE: MINISTERIO PÚBLICO DE LA ACUSACIÓN

%

%

%

2,4

%

3,3

96,7

97,6

Rojo, puré de tomate

Capítulo 02

En Coronda, las visitas masculinas son contadas. En una semana de marzo tomada al azar ingresan 883 mujeres, 210 niños y 88 varones; un día en Piñero entran 230 mujeres, 18 varones y 72 menores. “Los tipos no tienen paciencia para pasar por todo esto”, explica Joana, de 25 años. Está parada en el ingreso al galpón de requisa, donde se inspeccionan más de 5 mil kilos de mercadería por semana.

En un gran tacho de basura se apilan decenas de cajas de salsa de tomate, caen al piso y lo manchan todo de rojo. Transferir el contenido de esas cajas a botellas plásticas es parte de un proceso de control que las visitantes conocen de memoria y al que se entregan con destreza, en un acto mecánico.

Es una tarea minuciosa que demora la llegada a destino. Como en una cinta de producción, nueve penitenciarios revisan, cortan, amasan y desgranan todo lo que entra a la cárcel. Los inspectores colocan paquetes de harina o yerba en bolsas transparentes y les clavan un cuchillo. Golpean con el cabo la base de recipientes plásticos. Sacan uno por uno los rollos de papel higiénico y espían entre los pliegues. Sacuden botellas, las destapan, las huelen.

“Han querido ingresar plata, marihuana, balas o Legui en una botella de aceite. Lo más común es que intenten entrar celulares”, justifican los agentes y explican que el proceso sería más eficiente con un scanner como los que funcionan en los accesos a edificios judiciales.

Las reglas de lo que se puede o no ingresar a la cárcel son cambiantes y no suelen estar bien comunicadas. “Según quien está, rechazan cosas: huevos, papa, limón, frutilla, fiambre, salchichas, chorizo, galletitas rellenas o chocolate. Va variando. Es como cada uno quiera”, explica Elena, una feriante de 45 años que visita a su hijo de 25. “Desde que está preso le llevé dos colchones. Al primero nunca se lo dieron. Estuvo un mes durmiendo en la loza pelada”, se queja.

No hay límites a la cantidad de mercadería a ingresar. El tema generó polémica en 2018, cuando las autoridades fijaron un máximo de 2 kilos para agilizar la requisa. Las familias replicaron que ese límite era muy bajo y un juez les dio la razón: consideró ilegal fijar un tope.

El cuerpo también es objeto de requisa. En una pieza con personal femenino las visitantes se suben el corpiño, se bajan la bombacha y se sacan las zapatillas. Una paleta detectora de metales les dibuja el contorno de busto y caderas. Muchas evitan entrar a la cárcel si están menstruando.

Al salir de los boxes, a las visitantes sólo les queda atravesar una decena de rejas para llegar a la antesala de algún pabellón. El penitenciario de turno llama al interno. Grita el nombre con estridencia, estirando las vocales, como si fuera el cantito de un vendedor de churros. Mientras, ellas se quedan quietas en una jaula hasta que el preso les abre la última puerta.  

Las familias de personas detenidas tienen que lidiar con un vagón de prejuicios mientras llevan adelante una tarea de cuidado exigente, que demanda tiempo y dinero. Juana, de 63 años, lleva años recorriendo prisiones para ver a su hijo que ahora está en Piñero. Aun así, el recuerdo del primer día que lo vio encerrado todavía le provoca pesadillas: “Entré a la comisaría y lo encontré colgado de una reja, esposado. Fue el peor día de mi vida”. Cuando habla, a la mujer fuerte y morena se le quiebra la voz. Acompañar a su hijo le demanda casi la mitad de su pensión y mucho tiempo, que antes tenía que compartir con su trabajo de empleada doméstica.

“El encierro de un miembro de la familia implica una reorganización del hogar difícil”, señala Vanesa Vargas, alma mater de La Colectiva, una asociación de abogadas translesbofeministas. “Las mujeres tienen una doble carga. Necesitan dinero para que la familia salga adelante, pagar su alquiler, alimentar a sus hijos. Y además para sostener el vínculo con la persona privada de la libertad: viajar, llevar alimentos, una frazada, a veces un colchón. Son todas cosas que el Estado debería garantizar sin mayor inconveniente, pero eso no sucede”.

Ellas, advierte, realizan también una tarea fundamental en la relación con el servicio de Justicia. “Son quienes se encargan de conseguir el dinero para la defensa, de buscar testigos, un domicilio donde puedan residir para las salidas alternativas, la prisión domiciliaria o lo que fuere. Son a quienes acudimos por indicación de la persona privada de la libertad para que solucionen todo lo que se necesita en el proceso. El rol de la mujer es decisivo”, destaca.

Neck, Sleeve, Gesture, Collar
Motor vehicle, Automotive lighting, Rectangle, Font, Bag, Line
Material property, Product, Rectangle, Font
Material property, Product, Gesture, Font, Rectangle

Cómo son las visitantes

%

0

son mujeres

de alimentos por semana es lo que lleva la mayoría

Información propia en base a una encuesta realizada entre marzo y abril de 2022 en las cárceles de Coronda, Piñero y la Unidad V de Rosario

Sus ingresos provienen
de empleos informales,
en limpieza y cuidado,
y planes sociales

La mayoría son sostén de hogar

3

10

a

kilos

tercios

son menores

de 35 años

2

Con música de fondo

Capítulo 03

La primera vez que Carina, de 45 años, entró a la cárcel llevaba a cuestas a su primer hijo, un mocoso de 18 meses que se le resbalaba de sus brazos flacos de adolescente. Con algo de vergüenza, ella, la menor de una familia criada a los tumbos por su papá, iba a ver a su pareja. Un hombre que la había conquistado de joven, mucho antes de que ella pudiera comprender que él “no estaba hecho para el trabajo”.

Más de 20 años después de todo eso, Carina se acomoda el pelo teñido de rubio mientras espera en la Terminal de Ómnibus Mariano Moreno el colectivo de “La Santafesina” que en una hora la dejará sobre la ruta 14, a unos 50 metros del ingreso al penal de Piñero donde está alojado su hijo; que no pudo escapar al mismo destino que su padre.

El micro sale todas las mañanas de la estación a las 7.45 y se lo conoce como “el que va a la cárcel”. Casi se completa con mujeres repletas de bolsos que ya se conocen, que bromean entre ellas, que arman dos colas separando a quienes tienen o no boleto para el viaje y que saludan al chofer.

—Pelado, ¿hoy no hay música? —preguntan y se ríen.

—Pelado, ¿querés un mate? —invitan.

—Pelado, ¿querés que cantemos nosotras? —proponen y no esperan la respuesta, se ponen a cantar un tema de Ricardo Montaner que dice: “Soy feliz, soy feliz. Vamos, que la vida es una fiesta”.

El bondi, con sus ventanillas cerradas, cortinas sucias y los asientos tapizados de pana verde avanza pesado hacia el oeste de Rosario, cruza el parque industrial y llega a la zona rural donde se encuentra la cárcel. Si se escribe Piñero en la barra del buscador de Google rápidamente saltan los videos de la “brutal” fuga del año pasado, cuando 11 presos se alejaron en un auto después de cortar el cerco perimetral con una amoladora comprada en la cadena Easy. Actualmente un cartel en el ingreso a la cárcel anuncia la construcción de un muro.

“Tenemos a la mayoría de los presos de alto perfil. Están las peores bandas de rosario: Los Monos, los Alvarado, están todos”, describe un agente del Servicio Penitenciario, casi como explicando lo que se ventiló en varias investigaciones judiciales que advirtieron que desde la cárcel se ordenan balaceras, crímenes o se administra la venta de drogas.

Pero todo eso parece otra historia cuando las visitantes se bajan del micro, algunas todavía cantando, y caminan al tinglado donde esperan que llamen su número para ingresar al penal. Las mujeres que pueden viajar en el micro de “La Santafesina” son afortunadas, no todos los ómnibus paran cerca, lo que obliga muchas veces a caminar varias cuadras arrastrando los bagayos.

La calle principal de Piñero, una avenida de 400 metros, ancha y sin cordones, es la columna vertebral de la unidad, por donde circulan los pelotones de uniformados que cambian de guardia, los encargados de mantenimiento con camiones repletos de perfuminas de colores, los presos esposados que tienen que participar de audiencias, los policías con armas largas y la cara cubierta, fiscales, abogados e internos con pecheras de color naranja flúo que indican distintas fases de la condena, que limpian o cortan el pasto y que se quejan ante quienes quieran escucharlos porque hace dos años que están suspendidas las salidas transitorias.

En ese escenario, los cuerpos de las visitantes se recortan más sutiles, más redondos y más lentos porque varias veces en el trayecto dejan los bultos, se agachan, se limpian el sudor, arquean la cintura y cambian de mano los bolsos o dan alguna directiva a las niñas o niños que las acompañan. De a una o en pequeños grupos avanzan entre las garitas de control y el ladrido nervioso de los perros que custodian los patios.

Un ritual íntimo

Capítulo 04

Cuando los pabellones 18 a 20 de Piñero, todos evangélicos, reciben visitas se visten de fiesta. Las mesas redondas con manteles en el área central y el inflable para los chicos en el patio le dan el aire de un salón de cumpleaños. Al mediodía las familias se reúnen para una celebración religiosa. Es el único momento de actividad colectiva. A veces salen a tomar mate al patio o comparten una comida, pero es en la intimidad y el anonimato de la celda donde las visitantes prefieren estar cuando atraviesan la última reja.

“A veces salimos y nos juntamos con alguien. Mi esposo decide a quién me presenta y a quién no”, cuenta María, una ama de casa de 32 años y madre de cuatro hijos que se recibió de “economista” estirando un plan social desde que su marido está preso. “La gente te juzga. Hasta tus mismos familiares. Mi mamá me detesta por venir acá. Pero nosotras estamos siendo más humanas que mucha gente. No venimos a juzgarlos, ellos pagan por lo que hicieron y están solos”, suelta atropellando las palabras.

La visita no es un derecho del familiar: está prevista como un derecho del preso, que puede negarse a recibirla. La regulan disposiciones administrativas de cada cárcel que se aprenden por uso y costumbre. Los códigos de vestimenta para entrar, por ejemplo, no están escritos pero todas los conocen. El incidente con una abogada que no pudo ingresar a la prisión de 27 de Febrero al 7800 porque vestía un short rojo puso estas convenciones en boca de todos.

Las visitantes no pueden ir vestidas con musculosas, calzas o polleras por encima de la rodilla, calzado que exponga los pies o remeras cortas que dejen ver el ombligo. Esos códigos son aún más estrictos adentro del pabellón, donde pasearse en pantalón corto o en ojotas en día de visitas es mal visto, sancionado y motivo de conflictos.

Por eso María prefiere la celda: “Si es verano me pongo un short y una remerita básica y me quedo adentro. En el pabellón no puedo”. Susana es jubilada y vive en la zona sur de Rosario. En sus 63 años nunca había tenido relación con la cárcel. Hasta que su pareja, el hombre que la acompañó en la crianza de sus hijos, fue detenido. Para ella, la cárcel es un lugar “infrahumano” y su estrategia para resistirla es refugiarse en la celda: “Nos quedamos solos. Conversamos. La visita no es una situación social”.




Cuando ellas están presas

Capítulo 05

La cárcel de mujeres del Complejo Penitenciario Rosario se inauguró en julio de 2018. El penal está ubicado en el extremo oeste rosarino, en 27 de Febrero al 7800, y se destaca entre dos barriadas de casas bajas, levantadas sin mucho plano, quintas y fábricas de ladrillo. En esa geografía, el complejo penitenciario es como una mosca en la leche; también resulta así en el organigrama del Servicio Penitenciario: es la prisión con más mujeres en su conducción.

Mientras espera su turno para ingresar a ver a su hermana, una joven de 18 años suma más diferencias. “Acá te tratan como un ser humano, en las comisarías no es así”, afirma y asegura que “el lugar está más limpio y ordenado”. La requisa de familiares también resulta más amable: tras un fallo judicial de 2015 sólo se utiliza una paleta detectora de metales y no hay obligación de desvestirse.

En la unidad viven 213 internas. Los pabellones, con celdas individuales, alojan mujeres y personas trans, sean varones y mujeres. Para Graciela Rojas, docente, licenciada en pedagogía social y coordinadora de la ONG Mujeres Tras las Rejas, el encarcelamiento de una mujer cala hondo en las construcciones de las familias populares “donde existe un fuerte eje materno”. Entonces, “el guante lo levanta una madre, una cuñada, una prima, una amiga, una hermana, una hija. No hay figura masculina que sostenga. Y eso no quiere decir que no tengan pareja o vínculos con otros varones, pero esa alianza se hace entre ellas”, destaca.

Las detenidas son mayoritariamente cuidadas por otras mujeres. Por eso los talleres que brinda la organización —textil, de huerta, de cerámica y de reparación de bicicletas— abarcan no sólo a mujeres que están o estuvieron en prisión sino también a quienes las visitan, “el entorno femenino que sostiene y sustenta los encarcelamientos de hombres y mujeres”.

Es de los pocos espacios que reconoce a las visitantes como un actor clave en la vida de la cárcel y les ofrece un ámbito de contención. Sobre esa línea también trabaja la cooperativa textil Ziza, nacida en la Unidad 6, que fabrica remeras, pantalones y repasadores en un trabajo conjunto entre detenidos, adentro, y familiares, afuera.

Dos ejemplos pioneros, una muestra de lo mucho que queda por hacer.

El colectivo 121 deja un humo espeso cuando se aleja de la esquina de 27 de Febrero y Nicaragua, a unos 800 metros de la cárcel de mujeres. Es la parada más cercana de algún vehículo del transporte público. Desde la dirección del penal se tramitó varias veces un pedido de extensión de la línea, sin mucho éxito. Les fue mejor con el pedido de mejorado o de iluminación de las calles.

Susana, de 57 años, empleada doméstica y mamá de cinco hijos, llega casi corriendo para subirse al ómnibus. Son poco más de las 17 y en la cárcel terminó el horario de visitas. Marca la tarjeta con la respiración agitada y en silencio. Esta vez no hay chistes con el chofer, no hay música.

Las visitantes viajan calladas en el colectivo que se aleja de la cárcel. Algunas revisan el celular. No más que eso.

Casi automáticamente, Susana repasa la lista de las cosas que su hija le pidió para la próxima visita: toallitas, champú y esmalte de uñas; gaseosa y ensalada. Tendrá que decidir si lleva a sus nietos, cómo se las arregla con tanta tristeza y si el almacén le renueva el fiado. Una carga más, como si no tuviera suficiente.

 


Sky, Cloud, Window, Dusk, Electricity, Building, Neighbourhood, Morning
Luggage and bags, Motor vehicle, Infrastructure, Bag
Writing instrument accessory, Hand, Handwriting, Human, Gesture, Finger, Nail, Thumb, Font
Gesture, Finger
Automotive design, Sleeve, Gesture, Collar
Luggage and bags, Black, Human, Textile, Interaction
Luggage and bags, Street fashion, Footwear, Jeans, Trousers, Shoe, Daytime, Infrastructure, Bag
Pet supply
Luggage and bags, Standing, Tire, Asphalt
Flash photography, Standing, Lighting, Style

Instantáneas

Los días en la cárcel son eternos, sólo la presencia de las visitantes interrumpe esa morosa rutina. A Coronda, Piñero o la Unidad V, ellas llegan cargadas de bolsos y abrazos.

Este reportaje es resultado del Fondo de becas para investigar y contar la desigualdad en la distribución de trabajos del cuidado y sus implicaciones socioeconómicas en América Latina y el Caribe, que cuenta con el apoyo de la Fundación Gabo y Oxfam.

Font

Producción periodística y textos: Carina Bazzoni y María Laura Cicerchia.

Fotografía y video: Celina Mutti Lovera.

Infografías: Juan Escobar.

Editor web: Lisandro Machain

Font