Elegir qué comer se fue complejizando cada vez más. Si pensamos en cómo eran las cosas ‘antes’, nos da la sensación de que este es un problema nuevo de la sociedad moderna. Por un lado, esto es por una buena causa que es el acceso cada vez más fácil y variado al alimento. Antes el dilema de qué comer se reducía a lo que había disponible, y no mucha vuelta más. Y lo que había disponible, sea mucho o poquito, era comida real porque todavía no existía la comida ‘de mentiritas’. Hoy es necesario educarse para saber comer: comer lo que abunda y lo que está disponible dejó de ser garantía de salud.
Michael Pollan, escritor y periodista estadounidense, se refiere a este problema como el ‘dilema del omnívoro’. El hecho de que seamos omnívoros hace que podamos comer prácticamente cualquier cosa que esté a disposición y esto hace que, inevitablemente, nos genere ansiedad la pregunta de qué deberíamos comer. Pero este dilema se fue haciendo cada vez más difícil cuando se fue aumentando el grado de procesamiento de los alimentos y, para más confusión todavía, se los siguió llamando de la misma forma que sus análogos ‘reales’.
Entonces ya nada es lo que parece. Por ejemplo, para hacer un pan ‘de verdad’ no hace falta mucho más que harina, agua, levadura y sal, más alguna que otra variante. Pero desde ya que un producto -al que también llamamos pan- que contiene 15 ingredientes o más, muchos de ellos que no conocemos ni sabemos para qué están ahí, no es pan. Cuando le sacamos la máscara nos damos cuenta de que es algo que parece pan, quiere ser pan, se usa como pan, hasta quizás sabe como pan, pero no es un pan de verdad: es un producto ultraprocesado. Sin embargo, nos seguimos preguntando si comer pan es ‘bueno’ o ‘malo’ cuando lo que tendríamos que estar preguntándonos es si lo que estamos comiendo es pan o no es pan.
Lo mismo pasa con un montón de alimentos de los cuales tenemos su imagen e idea de ‘alimento real’ identificada en la cabeza pero que después en la oferta muchas veces nos encontramos con su versión ‘falsa’: mermeladas, salsas de tomate, manteca, crema de leche, quesos, budines, chocolates, miel, caldos, yogurt, etc. Todos ellos tienen su versión ‘real’ y su versión ‘falsa’.
¿Cómo hacer para diferenciarlos? Leer etiquetas es el mejor tamiz. Pero sobre todo aprender a interpretar lo que estamos leyendo. Hace unos años atrás nos hacían leer la tabla nutricional para elegir un alimento. Había una visión más reduccionista de la nutrición donde lo que importaba eran las calorías, las grasas saturadas, las proteínas, los minerales o las vitaminas que tuviera ese producto, comparándolo con la versión de otra marca o con la versión ‘light’. Hoy la salud tiene que ver con los alimentos en sí, que son muchísimo más que la suma de sus nutrientes en formas que todavía ni sabemos explicar del todo. Por eso la lupa tiene que estar puesta en la lista de ingredientes y no en la tabla nutricional. Un buen truco -a modo de regla muy general- para reconocer un alimento real es que sus ingredientes no sean más de 5.
A todo aquello que sea comestible pero no sea un alimento real, tenemos que empezar a llamarlo producto. Elijamos comprarlo igual o no, tenemos que poder entender que no es comida, no es alimento, no es nutriente. Es un producto comestible. Como tal, no hace falta eliminarlo al 100% ni comerlo con culpa llegado el momento, sólo ser consciente de que al momento de comerlo se lo está eligiendo por puro placer y no con un fin nutricional ni de darle energía a nuestro cuerpo. No cuenta.
Esto no significa ‘comé de todo con moderación’. Los productos comestibles no entran dentro de ese ‘todo’ ni de esa moderación. No forman parte de un equilibrio saludable. Tienen que quedar fuera de esa balanza, ser una excepción por fuera de nuestra alimentación. Cuando entendemos que no son alimento, entender el concepto de flexibilidad y equilibrio en la alimentación se hace cada vez más fácil.
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