Hijo de madre criolla y de un inmigrante francés, Gustavo Cochet integraba una familia numerosa que residía en zonas cercanas a los poblados santafesinos donde su padre se desempeñaba como maestro rural. En esta pujante ciudad se inició en el camino de la pintura de un modo semejante al de tantos artistas de origen sencillo. Al tiempo que se empleaba como telegrafista, comenzó a frecuentar los ámbitos de sociabilidad bohemia que propiciaban el encuentro de pares. En los bares se encontraban los pintores, músicos, escritores, periodistas y grupos de intelectuales de diversas vertientes –como el de los anarquistas– con quienes afianzaría tempranas identificaciones. Seguramente allí conoció a César Caggiano, su primer maestro. Si bien contaba con la misma edad, éste había desplegado un itinerario precoz a través de las más reconocidas academias locales –como las de Fernando Gaspary y Mateo Casella– para concretar luego el iniciático viaje de formación europea. Las exploraciones plásticas del atento discípulo reflejarían así, en la figura y el paisaje, búsquedas próximas a las enseñanzas de su maestro. La pintura al aire libre en las riberas y otros espacios suburbanos eran prácticas comunes a muchos creadores que participaban de ese ambiente inquieto y laborioso, donde se fraguaron estas tradiciones locales: experiencias luministas, espiritualistas, en muy diversas reelaboraciones del impresionismo, que más tarde se orientarían a otras variantes de carácter constructivo, de formas más sólidas y definidas.
Los distintos relatos que van punteando los siguientes jalones en el periplo de Cochet siguen hacia Buenos Aires, de la mano de Valentín Tibon de Libián y Walter de Navazio. Con algunas anécdotas que incluyen un viaje de polizón, coinciden luego en su partida hacia Barcelona en 1915, donde se incorporó al taller de restauración del pintor y galerista Josep Dalmau. Este audaz marchante que había exhibido las obras de Pablo Picasso, Joan Miró, Salvador Dalí y de su amigo Joaquín Torres García, también le ofreció la posibilidad de realizar su primera exposición individual. Poco después se unió a Francisca Alfonso, compañera de toda su vida, protagonista y modelo de buena parte de sus figuras y desnudos. Juntos se instalaron en París, donde observó fervorosamente a los impresionistas. A través de los estudios de Maurice Loutreuil, seguidor asimismo de Renoir y Cézanne, Cochet pudo indagar en el rumbo que estaban llevando las renovadas figuraciones de los años veinte. El contacto con las grandes tradiciones europeas y la pintura moderna fue nutriendo y afianzando lo aprendido.
Hacia fines de esta década regresó con su familia a España y, a comienzos de la siguiente, alternó una estadía de tres años en Rosario. De entonces es la primera edición de su Diario de un pintor y también La inundación, paisaje del Saladillo que muestra una clara sintonía con los realismos de entreguerras. La escena que narra este episodio sufrido en el barrio donde estaba residiendo, es plasmada en un aguafuerte –evidenciando ya un manejo acendrado de este lenguaje– y también en un óleo de cromatismo cuidado y severo, en el que resuena la impronta de Loutreuil. En un primer plano, personajes cuyas ropas funden tonos con los del barro bajo sus pies, se resignan a una realidad sobre la que poco pueden hacer. Mientras la mayoría de ellos contempla la escena con impotencia, una mujer con un pequeño balde devuelve el agua a ese curso desbordado que inexorablemente volverá a invadir sus casas.
Con el retorno a Barcelona, la sensibilidad del artista se ligó a las urgencias de una coyuntura que de manera progresiva iría agravándose. Decididamente tomó posición por la República, asumiendo un rol activo en la Guerra Civil. Una pintura catalogada como Miliciano desconocido, de 1937, muestra a un hombre desplomado con los ojos cerrados, exhausto, que ha conseguido ocultarse tras un relieve hallado en el terreno de los enfrentamientos. Tendido diagonalmente y sosteniendo su fusil, describe la tensa disposición de una figura que se aleja de los cánones de cuerpos en reposo. Pinceladas potentes cargadas de azules, verdes y violetas, complementados con naranjas, amarillos y tierras, construyen la composición desde una paleta que comparte matices con el paisaje antes citado, y el contrapunto de valores bajos de muchos de sus óleos.
Fue en estos momentos cuando el artista concluyó que debía dejar de pintar: la tragedia parecía tornar infructuosa su labor. No obstante, en el grabado encontró la contundencia de un mensaje que podía canalizar su imperiosidad expresiva, circular masivamente, testimoniar la catástrofe y hacerlo con eficacia. En los aguafuertes que integran la serie de Caprichos se imponen las multitudes soportando sus miserias, en los frentes de batalla o en las penurias diarias: entre tramas de líneas insistidas, abundan los trazos firmes. En ocasiones la representación asume un carácter alegórico y pesadillesco. En ¡¡Arriba España!!, burlando la frase erigida por el dictador Franco, dos individuos distantes de la figura principal levantan con sogas el cuerpo lacerado de una mujer, atada bajo el pecho. Estas estampas se resuelven en claves fuertemente simbólicas, como en este caso, o más veristas en otros.
Al concluir drásticamente la contienda, y sin mayor opción, Cochet se refugió en Francia para volver como exiliado a nuestro país, acompañado de su mujer y su hijo. Ya asentado definitivamente en Argentina, continuó con su oficio de pintor y grabador, que proyectó asimismo a través de la docencia y la escritura. En tiempos más calmos pudo volver a recuperar las pinturas que habían quedado en suspenso en aquella otra tierra que también asumía como propia. Esas imágenes, que recorren a través del paisaje y los retratos cotidianos, del desnudo y las naturalezas muertas su transitar por el arte y por la historia, devolvieron de algún modo al artista la intensidad de aquellos años vividos con pasión, compromiso y heroísmo.