Cómo no vamos a confiar en los artistas, si es a ellos, antes que a nadie más, a
quien le confiamos el corazón herido, si son sus canciones, sus historias, el refugio donde se
siente una cierta paz en las largas, interminables, noches de insomnio. Si es su antena la única
conexión con el mundo cuando estás mal, cuando estás solo, cuando estás cansado de llorar.
Cómo no vamos a confiar en los artistas, esos ilusionistas, que hacen al mundo
desaparecer. No fue eso lo que nos enseñó, allá lejos y hace tiempo, María Elena Walsh con la dulce
melodía de "El viejo varieté". No es eso lo que hacemos cada vez que compramos la entrada para un
espectáculo, nos sentamos en la platea y esperamos que se levante el telón.
El teatro, el cine, los recitales no son acaso el único negocio que se paga por
adelantado, sin saber qué es lo que nos va a dar y, lo peor de todo, sin satisfacción garantizada.
Cuando uno mete la mano en el bolsillo para buscar la billetera no tiene idea si el producto en el
que va a gastar sus ahorros le va a gustar o no. Algo que jamás haría en otro mostrador. En
ninguno.
Y es así porque confiamos en los artistas, en su inteligencia, en su sensibilidad,
en su generosidad, porque sabemos que, hagan lo que hagan, siempre dan lo mejor de sí. Por el
aplauso. Por la taquilla. Pero, sobre todo, por los artistas. Por sus sueños, por sus pesadillas.
Porque para los artistas la única medida de las cosas son ellos mismos. Su propia exigencia.
No hay honestidad más brutal que la de los artistas. Nadie sabe mejor que ellos lo
que está bien y lo que está mal. Lo saben en los ensayos cuando repiten una y otra vez una escena,
una canción, una coreografía, hasta que las fuerzas flaquean. Hasta que logran lo que quieren, lo
que están buscando, que puede no ser más que una intuición, pero es lo único que importa.
Cierta vez fui a buscar a una bailarina a la salida de un ensayo y como se demoraba
más de la cuenta me acerqué a ver qué estaba haciendo. Cuando llegué al estudio, sin que ella
advirtiera mi presencia, me quedé mirándola un largo rato. Frente al enorme espejo que cubría una
de las paredes del estudio la vi repetir una y mil veces un movimiento que a mí me parecía
perfecto.
Lo hacía sin que le importara nada más. Había perdido la noción del tiempo. Sólo le
interesaba hacer lo que quería hacer justo como quería hacerlo. No me atreví en ese momento, pero
más tarde, cuando se me pasó el fastidio porque me había dejado esperándola, le pregunté por qué
insistía en repetir un movimiento que se veía perfecto. Ella me contó una historia.
"Colgado de un andamio, Miguel Angel llevaba horas pintando las pestañas de uno de
los ángeles de la Capilla Sixtina cuando el Papa, impaciente por que terminara la obra, le preguntó
enojado por qué ponía tanta dedicación en detalles que desde el piso, donde él estaba, nadie vería.
Sin dejar el pincel, sin elevar el tono de voz, el artista le respondió: «Dios y yo los
vemos»".
Si esa es la convicción que anima a los artistas, por qué no confiar en ellos. Por
qué no vamos a confiar en Nacha Guevara, que es una artista que, cada vez que se sube a un
escenario, nos ilumina. No hay ningún motivo para no hacerlo. Para volver a hacer la cola, pagar la
entrada, sentarse en la platea y esperar a que se levante el telón para verla actuar.
Nacha es una artista singular, inquieta, que haga lo que haga nunca defrauda. Y eso
no quiere decir que haga todo bien, sino que hace todo con convicción de artista. Por eso nunca
defrauda. Porque aún cuando se aventura a recorrer caminos sinuosos —como dar consejos de
autoayuda en televisión o fusionar el heavy metal con el tango— es auténtica.
Y esa confianza ciega que el público tiene en sus artistas es la que persiguen los
políticos cuando los tientan para que participen en las elecciones. Los picos en las mediciones de
audiencia, las localidades agotadas, el puesto número uno en las listas de ventas de discos. Eso es
lo que quieren, que la fe que la gente deposita en sus ídolos se transforme en votos.
No es Palito Ortega ni Miguel del Sel. Nacha nunca fue una artista popular, pero sí
prestigiosa. Desde los viejos buenos tiempos del Di Tella hasta ahora, que rescató su legendario
musical sobre Eva Perón, el mismo que estaba en escena en el Astengo cuando los carapitandas
pusieron en jaque al gobierno de Raúl Alfonsín en la Semana Santa de 1987.
Ella misma, vestida con uno de los trajes que lucía en la obra, rodete, abundante
maquillaje, gesto adusto, encabezó la marcha en defensa de la democracia que recorrió calle
Córdoba. Era la Evita de su musical, en el mundo real. Era una actriz que conmovida por la
situación no encontró mejor forma para expresarse que darle vida, en plena luz del día, a su
personaje.
Hoy la historia es distinta. Hoy, que Nacha se confunde con Eva, no queda claro quién es la
persona y quién el personaje. Y a río revuelto...