"Los locos como yo no viven mucho tiempo, pero viven como ellos quieren", dijo alguna vez Amy Winehouse. Y tenía razón. Amy fue una cantante descomunal. Su voz era una fuerza de la naturaleza. Sus primeras grabaciones son sorprendentes: una chica de 20 años que cantaba con la profundidad de una veterana, con un color de voz único y un manejo técnico deslumbrante. Pero su exitosa carrera se apagó cuando apenas tenía 27 años. El 23 de julio de 2011 su guardaespaldas la encontró muerta en su cama. Después de tantos excesos, drogas, alcohol y turbulencias, su caída fue previsible e inmensamente pública. Sin embargo, ahora, a siete años de su muerte, un libro revela que la última leyenda del soul estaba llena de vida, y que hubo un tiempo en el que fue feliz.
El fotógrafo estadounidense Blake Wood, amigo de Winehouse, acaba de publicar un libro de 85 páginas que muestra fotos inéditas de la cantante británica en un momento de plenitud. Las imágenes fueron tomadas en el 2009, cuando Amy atravesaba un período de rehabilitación en la isla de Santa Lucía, un año después de ganar cinco premios Grammy por su disco "Back to Black".
Amy Winehouse y Blake Wood se conocieron en el 2008 y entablaron una gran amistad, motivo por el cual ella le permitió que la acompañara a este paraíso caribeño, alejada de sus adicciones al alcohol y las drogas. En esa época él tenía 22 años y ella 24. "Este libro es realmente una carta de amor a una amiga", manifestó Wood desde Nueva York al diario británico "The Guardian". "Y es un diario visual de lo que vivimos en el momento en que ella era muy celebrada por el mundo, pero también muy incomprendida. Ella fue muy querida por las personas que la rodearon, y espero que esto se vea en las fotos", agregó.
Los retratos de "la otra Amy" en la isla de Santa Lucía habían permanecido ocultos hasta ahora, al igual que varias escenas íntimas de la diva de los 14 tatuajes en baños de pubs, asientos traseros de autos que nunca eran el suyo, backstages inofensivos e incluso su salita de estar, donde tocaba la batería ajena a miradas morbosas.
Este catálogo de inéditos es un tesoro, más tratándose de un personaje descarrilado en gran parte por la sobreexposición —y los vicios— del mundo del espectáculo. "Quería mostrar que no todo fue malo en aquellos años, que estuvieron llenos de momentos buenos y divertidos. Y quería enseñarla a ella de una forma que nadie había visto antes, su belleza natural. Ella no sabía lo hermosa que era. Intenté decírselo, pero no era muy buena aceptando piropos", bromea el fotógrafo en el libro. Nadie en esa época llegó a conocer mejor a la desdichada estrella, que para evitar los flashazos se encerraba para hacer fundas de almohada con camisetas viejas. La misma que, a pesar de su leyenda de farandulera, era más feliz viendo la tele y escuchando bandas de chicas de los 60 que compartiendo con celebrities una fiesta de trasnoche.
Consciente de que vivir "como una prisionera" se estaba volviendo insano para ella, Wood organizaba salidas a galerías de arte y tiendas de ropa de segunda mano para alejarla de la prensa sensacionalista... y de ciertos venenos. "Estaba centrado en salir para hacer cosas que nos gustaban y recordar que la vida merece ser vivida. No tenía interés en hacerle fotos durante sus crisis de salud o consumiendo drogas. Eso, para mí, no representaba su esencia", explicó el fotógrafo.
En el tiempo que la pareja compartió techo —y parece que nada más— hubo dos momentos críticos. El primero fue tras la nominación de Amy a seis Grammy, en 2008. "Quería que viviera la experiencia sobria, que fuera capaz de vivir con toda intensidad ese instante de reconocimiento", dijo Blake Wood. Animada por él, la autora del álbum más vendido en el Reino Unido en el siglo XXI consiguió llegar limpia a la gala, "aunque no fue fácil". Tuvo que renegar de su estribillo más famoso (el del hit "Rehab") e ingresó en un centro de desintoxicación. El fotógrafo la visitaba todos los días. Veían películas juntos, jugaban a las cartas, amagaban con entrar en el gimnasio. Amy se recuperó a tiempo, subió al escenario con el moño en su sitio y se llevó cinco premios.
El segundo momento crítico se produjo en el paraíso de Santa Lucía, donde Blake hizo la mayor parte de sus fotos con cámaras antiguas y formatos como Polaroid y Super 8, queriendo capturar "esa sensación de vacaciones familiares de otra época". Amy amaba aquella isla, en la que había pasado su luna de miel. Creía que las palmeras le servían de antídoto. Tanto, que durante su última estancia allí dejó de consumir estupefacientes —nunca volvió a acercarse a ellos— y quiso cambiar física y mentalmente: montó a caballo, salió a nadar, hizo yoga y practicó kayak. Incluso recibió clases de trapecio, como si necesitase añadir más vértigo al de su propia existencia.
Por desgracia, el alcohol empapó la postal. Poco tiempo después Amy empezó a beber sin freno y las discusiones se hicieron frecuentes. "Recuerdo que una vez, de noche, le quité la bebida para que parase. Le dije: «Disfrutemos de la cena». Se giró, me miró y me soltó: «¿Estás intentando vivir para siempre?». Tenía ese latiguillo que podía ser muy divertido, pero también muy cortante", rememoró el fotógrafo.
Blake Wood volvió a Londres. Y luego, a Nueva York. Los dos años siguientes los amigos y confidentes mantuvieron el contacto por Skype e hicieron planes: atravesar Estados Unidos en auto y visitar el parque de atracciones Dollywood. Pero Amy se murió el 23 de julio de 2011 y ya sólo quedó su recuerdo. "Fue alguien que encarnó el amor en su forma más pura", dijo el fotógrafo, casi su ángel de la guardia. "Ahora quiero que la gente vea a la persona que conocí", afirmó.