El escenario es la selva misionera, principios del siglo veinte y una madre desesperada que invoca al más allá para que le devuelvan la vida a su bebé, que acaba de morir en sus brazos. No hay derechos de la mujer, ni respeto al trabajador, ni nada que se le parezca. Hay una familia de buen pasar, vinculada al negocio yerbatero, con una empleada doméstica llamada Kerana, que nunca puede decir que no, ni siquiera cuando su patrón le pide alguna satisfacción sexual. Laura Casabé tuvo ese horizonte en mente y quiso contar una historia sobre la nave insignia del sometimiento de los pueblos aborígenes a los patrones de turno. Por eso su lograda película hizo foco en ese universo, con las leyendas, la mitología guaraní y la invocación al más allá. Pero lo más atractivo fue cómo se animó a asumir riesgos y lo bien que lo resolvió. Porque para abordar una problemática tan honda y que no es ajena a los tiempos que corren eligió contarla desde el género del terror y el suspenso. Fragmentada en tres capítulos, la trama va y viene sutilmente en el tiempo sin desprolijidades, todo lo contrario, ese quiebre temporal favorece la emotividad. Hay un buen tratamiento de la imagen, una cuidada fotografía y diseño de arte, al que se le suma una correcta composición de los personajes, aunque quizá está al límite del estereotipo el villano de Alberto Ajaka. Solamente en el último tramo de la película hay algunas escenas gore, pero esa violencia extrema está asociada a la violencia no menos extrema que sufren los humildes y desposeídos de “Los que vuelven”. Es una de terror con mensaje. Un punto a favor para el cine argentino de género, ya que no es tan frecuente en las de miedo de otros países, y mucho menos las de Hollywood.