Sergio Moro y el Lava Jato son parte del patrimonio moral de Brasil. No hay filtración de conversaciones -ilegalmente obtenidas- que cambie esto. Moro, desde un tribunal de una ciudad del interior, Curitiba, desmanteló una enorme estructura corrupta que atravesaba a todos los factores de poder de Brasil. Cientos de empresarios, ejecutivos y políticos conocieron la prisión y muchos se plegaron a una confesión negociada o “delación premiada”, es decir, entregar información vital para el Lava Jato a cambio de la reducción de sus duras condenas. La combinación de una ley de arrepentido realmente eficaz, un juez decidido y un gran equipo de investigadores, “la fuerza de tareas” compuesta por fiscales y policías federales, fue lo que permitió la ruptura decisiva de la espesa trama corrupta que había robado más de 4.000 millones de dólares de las arcas de la estatal Petrobras. Los condenados llegaban a 123 hasta marzo pasado. Esta cifra se refiere sólo al cuerpo principal del Lava Jato, el de Curitiba, y no a sus numerosas derivaciones, como la que llevó a prisión en Río de Janeiro al ex presidente Michel Temer.
Defender a Lula da Silva en estas circunstancias es realmente difícil, por no decir inmoral, y lo es más tratar de deslegitimar la totalidad del Lava Jato. Lula propició la corrupción estructural desde mucho antes de los casos que descubrió Moro: durante su primera presidencia (2003/7) debió entregar las cabezas de sus hombres más valiosos, entre ellos José Dirceu, su primer Jefe de Gabinete, por el caso de las “mensualidades”, coimas que se pagaban a diputados y senadores para que votaran leyes. Lula zafó entonces, aunque a nadie en Brasil se le escapó que era el jefe que ordenaba pagar las coimas.
Sería imposible enumerar aquí a todos los implicados en el Lava Jato. Baste decir que los investigadores no se guiaron por la pertenencia política, como ahora afirman los defensores de Lula. Los casos de Aecio Neves, figura rutilante del PSDB y casi vencedor de Dilma, y de Eduardo Cunha, poderoso diputado del conservador PMDB y presidente de la Cámara de Diputados que acusó a Dilma durante su impeachment, son ejemplos categóricos. A Cunha, Moro lo condenó a 15 años de prisión por corrupción, lavado y evasión.
Pero la defensa de Lula, que busca invalidar todo lo hecho por Moro desde marzo de 2014, trabaja de hecho también para otros poderosos actores. Las grandes empresas brasileñas de construcciones, la “patria contratista” —Odebrecth, Andrade, Camargo, OAS—, acostumbradas a recibir enormes obras públicas a cambio de coimas, vieron estupefactas cómo sus dueños y CEOS iban uno tras otro a dar a una celda. Fue el caso de Marcelo Odebrecht, quien como tantos otros negoció su “delación premiada”. Hacer campaña mediática por Lula es atacar este proceso, favorecer la impunidad, esa corrupción tramada entre el Estado y grandes empresas, que Moro y sus fiscales derrumbaron con un coraje cívico admirable.
Por supuesto, existe el riesgo de “justicialismo”, de “lavajatismo”, como dicen en Brasil. O sea, que el juez y los fiscales se pongan en redentores de la sociedad. Algún tramo de las conversaciones entre Moro y el jefe de los fiscales tiene ese carácter. Cuando en marzo de 2016 se registraban masivas manifestaciones contra la entonces presidenta Dilma Rousseff, el fiscal lo felicita: “Enhorabuena por el inmenso apoyo público hoy. Sus señales conducirán multitudes, incluso para las reformas que Brasil necesita, en los sistemas político y de justicia criminal”, escribió en Telegram Dallagnol. Y Moro responde: “Enhorabuena a todos nosotros...Aún desconfío mucho de nuestra capacidad institucional de limpiar el Congreso”.
Más allá de si Moro actuó por fuera de sus límites o si se trata del modus operandi habitual en un juzgado, como explica en la entrevista que se publica, extractada, en esta edición (pag.36), y si los fiscales del Lava Jato le pedían directivas (las dos acusaciones que hace The Intercept), la enorme popularidad que adquieron Moro y sus fiscales se debe a que hicieron lo que nadie había hecho antes contra el “sistema”. El Lava Jato barrió a todos los que participaban de esta gran trama corrupta, sin distinción de pertenencia política o de nivel social. Y puso mucho más alta la vara moral para políticos y empresarios. El accionar de la izquierda y de sus medios pone en peligro este avance ético. Tal vez lograrán liberar al dudoso “héroe” cautivo en Curitiba. Mientras, agradecidos, los Odebrecht, Camargo Correa, Andrade Gutierrez y tantos otros integrantes de la “alta burguesía”, los dejan hacer. Aunque ya fueron condenados y pagaron millonarias multas y devoluciones de lo robado (pero aún deben pagar mucho: Andrade tiene un calendario de 16 años para devolver 386 millones de dólares), que se deslegitime el Lava Jato es para esta clase empresaria oligárquica, “poner las cosas en su lugar” desde el punto de vista clasista brasileño, ese tan bien retratado por el politólogo Guillermo O’Donnell.