El tradicional balance de fin de año es malo para la región. Mientras México y Bolivia se trenzan en una pelea sobre el asedio a la residencia del embajador mexicano en La Paz, Chile enfrenta una ola de incendios intencionales en Valparaíso. A Chile le caen todas las plagas bíblicas al mismo tiempo. Tal vez la suspicacia sea inevitable. Como sea, el país puso en marcha el proceso constituyente, lo que no es poco. En tanto, Brasil se alista para crecer casi 3 por ciento en 2020 con una inflación mínima, de 4 por ciento anual (como toda la región, salvo las patológicas Argentina y Venezuela) y a acaparar la inversión extranjera directa que, en condiciones normales, se repartiría con otras naciones del Cono Sur. El nuevo gobierno argentino sumó puntos entre los agentes financieros y el FMI con su paquete de ajuste, pero se encargó de complicar gratuitamente sus relaciones bilaterales con Chile por defender a Nicolás Maduro y su dictadura. A lo que se agrega el precio que se paga ante Estados Unidos y Brasil, además de la UE, por el asilo tan permisivo a Evo Morales. Costos de la sobreactuación y de un reposicionamiento internacional hecho a las apuradas, sin la dirección de un canciller profesional.
En el plano que más cuenta al final del día, el de las relaciones internacionales económicas, es evidente que las negativas condiciones que se viven en Argentina (por razones crónicas y estructurales) y en Chile (por razones circunstanciales o de fondo, según el punto de vista que adopte) beneficiarán, en cuanto a recepción de inversiones en los años por venir a Brasil, como se dijo, y en menor medida a otras naciones de la región. La inestabilidad política se cobra su factura. En Bolivia podría ocurrir algo similar, si no está ocurriendo ya. El freno a las inversiones extranjeras directas, o sea, reales (las IDE), esas que significan trabajo de calidad y generación de divisas, tardarán muchos años en regresar a la Argentina y posiblemente también a Chile, que perdió el cetro de campeón de la estabilidad "macro" en cuestión de días.
Los países emergentes normales bregan por llegar al "investement grade", ese que casi equipara el costo de tomar deuda al de los países centrales, mientras administran años de vacas flacas por la caída global de la demanda de sus materias primas. Los que desarrollaron en los dorados años 2000 un modelo prudente de gasto público y un Estado ágil y poco oneroso están bien preparados, como se ve en los casos de Perú (pese a su interminable crisis política), Paraguay, y, a pesar de todo, Chile. Los que gastaron demás durante años, (Ecuador, Bolivia, Argentina) enfrentan situaciones mucho más difíciles que tienen una derivación política. Brasil estaría en este lote de no ser por el viraje brusco hacia políticas de reformas que hizo Bolsonaro. Argentina es un caso aparte, parece salida de los años 80. El temario público está centrado en una inflación que roza el 60 por ciento, otra suba de impuestos a una economía postrada, jubilaciones congeladas, inversión en unos niveles bajísimos, consumo y salarios en caída libre. Administrar la crisis es la agenda del nuevo gobierno como lo fue del anterior, mientras en los emergentes "normales" a partir de la tranquilidad que da tener una inflación del 2 o 3 por ciento anual y buena "macro", los gobiernos se preguntan cómo mejorar la performance de sus economías en este contexto mundial de mayores restricciones de precios y mercados. Son agendas y programas de países normales. La Normalidad es un valor que desprecia solamente cierta "academia" pero que valora enormemente una sociedad harta no sólo de "grieta" sino de una crisis económica crónica, que se traduce no solo en consumir menos sino en vidas arruinadas por falta o pérdida de trabajos de calidad.