Hay una ancha zona gris intermedia entre las democracias "tradicionales", de matriz liberal, con división y balance de poderes, economía de mercado y alternancia en el gobierno entre partidos de centroderecha y centroizquierda, y los regímenes más o menos autoritarios legitimados con unas "elecciones" que no son tales, porque todo está orquestado para que gane el dueño del poder. El último ejemplo de este segundo tipo se vio recientemente en Venezuela, donde se evitó violentamente la alternancia con la oposición, la que de a poco va convirtiéndose en "disidencia" perseguida, exiliada y encarcelada. En este extremo de autoritarismo disfrazado de democracia se pueden ubicar, además de Venezuela, y con diversos niveles de manipulación y violencia institucional, Nicaragua, Rusia y numerosas naciones ex soviéticas. Luego hay países que se han instalado más o menos establemente en un sistema hegemónico con elecciones no falseadas como las venezolanas, pero casi imposibles de ganar para los opositores. Allí están, en la región, Ecuador y Bolivia. En la Bolivia de Evo ser opositor es un oficio de alto riesgo. Casi tanto como en la Rusia de Putin, donde acaban de agredir y casi matar a otra periodista.
En el caso de Argentina, el voto del domingo señala su reingreso —para nada definitivo, ciertamente— en el primer grupo, el de las democracias a secas que tienen a la economía de mercado como principal fuente de riqueza. La era K fue un paulatino pero constante aproximarse al modelo de poder hegemónico. En especial las dos presidencias de CFK, mostraban una vocación hegemónica indisimulada y que en buena medida pudo hacerse realidad: dominio de la Justicia, del Parlamento, de los organismos de control, opacidad y falsificación de la información pública sensible. El contraste con el gobierno de Macri que, en este, su mejor momento, no tiene mayoría propia en ninguna de las dos Cámaras, ni control de la Justicia y debe negociar con poderosos opositores, es enorme. Sin embargo, nada es definitivo, mucho menos cuando se observa, como señala con regocijo el canal ruso RT, que el modelo liberal occidental está en continuo retroceso global.
Un caso similar a la Argentina pero a la vez con diferencias obvias es Brasil: sin haber llegado nunca al hegemonismo kirchnerista, el lulismo tuvo 12 años de poder, pero muy negociado con una coalición amplia. Ese dominio fue interrumpido por un juicio político muy discutible, liderado por el principal aliado, el PMDB de Temer. Lula y Dilma, que eran moderados gestores de un reformismo social gradualista, se volcaron desde la expulsión del poder a un discurso radicalizado, de barricada.
Pero, ¿cuál es la variante de fondo en estos procesos políticos y sociales cambiantes? Es bastante fácil detectarlo: el nivel de creación de riqueza privada y su captura y gasto vía impuestos. Cuando la izquierda, democrática o hegemónica, se "pasa", llega la crisis. Y la crisis se obtura, o mediante represión y fraude como en Venezuela, o da paso a la alternancia en el poder. Es lo que ocurrió en Argentina y, de manera francamente anómala pero institucional, en Brasil. En el cuadro macroeconómico en que estaban Brasil y Argentina en 2015, no quedaba margen para otra cosa que el ajuste y la creación de condiciones objetivas y de "señales" para que el ciclo de mayor inversión, baja de la inflación y del gasto público se reactivara. Dilma estaba en eso cuando sus socios la echaron. En los países que tienen democracias consolidadas, estos ciclos derecha-izquierda, de políticas de gasto expansivo y políticas de ajuste y formación de capital, se dan sin estridencias ni traumas. En ese grupo están las sólidas y maduras democracias occidentales. Incluido, hasta Trump, Estados Unidos, y también los países más desarrollados de Asia. Debería ser un ideal compartido ingresar definitivamente en ese grupo de naciones.