Fue la institución que lo vio crecer como líder sindical durante la dictadura militar, la que lo acabó propulsando a la presidencia de Brasil y, más recientemente, el escenario para el velorio de su esposa. El Sindicato de Metalúrgicos de Sao Bernardo do Campo, en el cinturón obrero de San Pablo, está íntimamente ligado a la vida de Luiz Inácio Lula da Silva y, en uno de sus momentos más difíciles, se convirtió ahora en un improvisado "fortín" donde intentó protegerse de la cárcel. "Ayudar a Lula es ayudar al pueblo. Vamos a resistir con él", decía Nagela Royani, una joven del Movimiento de Trabajadores Sin Techo (MTST) de 25 años, tendida en un colchón frente a la sede sindical.
Custodiado por centenares de seguidores que trataron de hacer un cordón humano a su alrededor, el líder de la izquierda, de 72 años, estuvo aislado en la segunda planta del edificio desde que un juez emitió el jueves su orden de encarcelamiento de más de 12 años por corrupción, ignorando su invitación a entregarse.
Donde estaba Lula solo podían entrar dirigentes políticos, sus abogados, algunos representantes de movimientos sociales, familiares o aquellos que lograron convencer a los vigilantes después de hacer una larga cola y, con suerte, quizás llevarse una selfie de regalo. La prensa, recibida con reservas en este búnker donde casi todos culpan parcialmente de esta situación injusta a los medios conservadores brasileños, se tuvo que contentar con tomas de Lula en sus saludos a través de la ventana.
El sindicato era un verdadero hervidero. Militantes de izquierda, del Movimiento de trabajadores rurales Sin Tierra (MST) o estudiantes llegados de todas partes de Brasil entraban y salían sin restricciones del edificio de cristal, casi sin muebles y completamente empapelado de carteles de "No a la prisión de Lula". Tendido en el suelo del hall y usando su mochila como almohada, Flavio Bento, un estudiante de 25 años, trataba de reponerse del viaje de más de siete horas que hizo de madrugada desde Río de Janeiro en un colectivo de la Unión de Juventudes Socialistas. En su mochila, solo llevaba unas remeras, un jersey y banderas que usó como colchón. Otros trajeron reservas de leche de magnesio para protegerse de eventuales bombas lacrimógenas, en caso que llegara la policía. "Siempre hay que estar preparados. Vivimos en un estado de excepción en el que la Constitución fue rasgada. Y nosotros siempre decimos «no tenemos miedo de morir, la revolución debe seguir»", aseguraba este joven, el primero en su familia en acceder a la universidad, gracias a las becas que Lula creó.
Indignadas, pero más tranquilas estaban —escaleras arriba— las mujeres del grupo de Clara Piñol, una jubilada de 64 años que discutía la situación de Lula en unas mesas de plástico de la tercera planta, de las cuatro que tiene el gremio. "Este rincón aquí ya es como si fuera mío. Muchos jóvenes duermen en el escenario de madera, pero si yo lo hago ya no me levanto. Así que, simplemente, no duermo pero quiero estar aquí", explicaba Piñol, que se turnó la vigilia del jueves con otros compañeros del Partido de los Trabajadores (PT). Una roda de samba en vivo también sonaba en el lugar.
Ulises de Castro, un operario de una fábrica de autos, de 50 años, bailaba animadamente con dos compañeros en la pista. "Es una manera del sindicato de llevar alegría al pueblo. Aquí hay gente que lleva muchas horas sin descansar, sin comer, sin asearse... estamos muy preocupados y momentos como este nos ayudan a estar más unidos", aseguró. Como un bálsamo, de fondo, el estribillo de una famosa samba dice: "Tristeza, por favor vá embora (Tristeza, por favor, vete)".