La crisis de la democracia construida en Europa en la posguerra se trasladó, en oleadas sucesivas desde los años 80, a sus partidos políticos. Algo similar sucedió algo más tarde y en versión subdesarrollada en América latina, esa periferia de Occidente, su extendido suburbio pobre y violento. Hoy se observa el auge de los populismos, de izquierda y derecha desde EEUU a Ecuador, de Venezuela a Hungría, de Brasil a Italia. Esto indica que el movimiento es de fondo, nada ocasional. Pero al problema económico, desencadenado por los cambios que impone la Globalización, se suma otro, tan evidente pero mucho menos citado y analizado: la insostenible demografía que exhibe la Humanidad en los últimos 100 años, aproximadamente. Este segundo factor es de mucho peso, determinante, en los países subdesarrollados y mucho tiene que ver con sus derivas populistas.
La clave de lectura del fenómeno de base es conocida: el rendimiento de la Economía ya no es el que era. La Globalización lo ha cambiado todo. Veamos un poco el mundo desarrollado. Los obreros despedidos de la industria estadounidense tradicional, de Detroit a Pittsburgh, el desempleo crónico y alto en Europa, la falta de recuperación de España e italia de la crisis de las hipotecas subprime de 2008, todo esto crea el conocido caldo de cultivo para el descontento inorgánico que alimenta a los populistas.
En 1983, luego de dos años de mandato, Francois Mitterrand se dio cuenta de que el modelo keynesiano de posguerra ya no podía aplicarse sin más, en estado puro, y dio un viraje brusco a su política de nacionalizaciones e impuestos altos de 1981, que había provocado una fuga masiva de capitales y empresas. Mientras, Reagan y Thatcher impusieron reformas estructurales por convicción, pero también por necesidad urgente (los déficit fiscales se combinaban con estancamiento e inflación, subía el desempleo, etc). Así comenzó a acumularse un descontento que se midió, en las democracias desarrolladas, con dos índices: el alejamiento de las urnas, dado que allí el voto no es obligatorio, y el surgimiento de movimientos marginales, primero de extrema derecha, luego también de extrema izquierda. Jean-Marie Le Pen da la primera alarma en los años 80. En los 90s surge la LIga Norte en Italia, luego, en catarata, se multiplican los partidos populistas xenófobos y racistas en casi toda Europa.
Hoy muchos gobiernan, como Viktor Orbán en Hungría, o podrían hacerlo pronto, como Marine Le Pen en Francia, donde también ocupa un lugar importante "Francia Insumisa" del ex trotkista devenido populista Jean-Luc Melenchon. En España el populista de izquierda Podemos cogobierna con el PSOE, un partido socialdemócrata transformado en una maquinaria de sobrevivir a como dé lugar bajo el liderazgo de Pedro Sánchez. En Italia, la Liga cogobernó con el también populista 5 Estrellas, que en una acrobacia típicamente italiana viró a la izquierda y formó nuevo Ejecutivo con el Partido Democrático. Quedan pocos puntos fijos en el mapa europeo, y hasta Angela Merkel se dirige al ocaso con varios golpes muy fuertes, como la renuncia de su delfín designada, Annegrett Kramp-Karrenbauer. Renunció a la presidencia democristiana porque el partido desacató su mandato de cerrar filas contra la ultraderecha y armó una alianza local con esas fuerzas en Turingia. En otras palabras, la ultraderecha arruinó la planificada sucesión de Merkel, la estadista más importante que ha dado Europa en 20 años.
La citada falta de rendimiento de la Economía, o sea de producción de bienestar suficiente y de trabajos de calidad en abundancia, es ya un hecho generalizado y crónico en todo el mundo desarrollado. Y Asia, la gran ganadora de la Globalización, muestra grandes logros en materia social, pero sin alejarse demasiado de los bajos estándares históricos de este continente (casos aparte son Japón, Corea y Taiwán, cuyas economías se desarrollaron en la misma época en que se dio el florecimiento de Europa, en los años 50, 60 y 70).
La insatisfacción fuera de Europa también es muy fuerte y llevó a los nuevos populismos latinoamericanos en los primeros 2000. Este malestar no induce a una ciudadanía instruida a informarse de los defectos de la economía nacional, ni de las debilidades del sistema internacional, sino a una reacción emocional: "nos engañan, nos roban, esto es una fiesta para pocos". En este clima de agravio colectivo, es inevitable que surjan los oportunistas. Pueden ser verdaderos dictadores con votos, como Hugo Chávez o, ya sin votos, su brutal sucesor, Maduro; o pueden tener planes económicos más serios aunque insustentables a largo plazo (Rafael Correa en Ecuador, Evo Morales en Bolivia, los dos agotados por apoyarse sobre la renta de los commodities sin detenerse a pensar que ese maná un día iba a cesar o disminuir, tal como inevitablemente ocurrió).
Pero a todo este complejo cuadro, nadie suma, ni siquiera entre los economistas más serios, un factor silencioso y enorme. Es como si nadie viera al elefante que se pasea por la sala mientras todos se preguntan por las causas del malestar general. Ese elefante invisible es la demografía. Al menos en los países que conforman 3/4 partes de la humanidad, los subdesarrollados, los "emergentes".
Argentina no escapa al problema. Cuando Perón es elegido presidente en 1946 Argentina tenía 15,8 millones de habitantes (censo de 1947). Debía proveer a las reclamaciones de bienestar de esa población. Hoy hay al menos 30 millones más de argentinos. Lo mismo vale para Brasil (de 54 millones en 1950 a 210 millones hoy) y México, de solo 26 millones en 1950 a más de 125 millones en la actualidad. Los demás países latinoamericanos muestran curvas de crecimiento de la población similares. A nivel subnacional, la Provincia de Buenos Aires, núcleo y origen de casi todos los dramas argentinos recientes, tenía apenas 4,27 millones de habitantes en 1947; hoy supera los 17 millones. El Gran Rosario pasó de 485 mil habitantes aquel año a 1,23 millones en 2010. Si bien los demógrafos señalan que la población mundial envejece y la tasa de fertilidad (hijos por mujer) declina en todas partes, los números de la población son los mencionados, y la actual población mundial, de 7.500 millones, pronto superará los 8.000 millones y se encamina a llegar a 11 mil millones en algún momento de la segunda mitad del siglo XXI (para más información ver:
https://ourworldindata.org/grapher/world-population-1750-2015-and-un-projection-until-2100
2020 World Population Data Sheet Shows Older Populations Growing, Total Fertility Rates Declining
A veces, cuando ven el problema, los economistas señalan que la productividad ha crecido enormemente en estas décadas, y es cierto. Pero también lo es que el consumo de energía y materias procesadas lo ha hecho aún más, mucho más. Una familia de clase media popular argentina en 1950 habitaba en una amplia casa de barrio con patio. No tenía otra fuente de calefacción más que leña y kerosene y se abastecía con una débil línea de electricidad, que alimentaba unas pocas lámparas de filamento y algún ventilador. No había en esa casa ni heladera eléctrica ni, por supuesto, aire acondicionado, ni hablar de freezer ni los 4 o 5 electrodomésticos que hoy son "reglamentarios". La casa no tenía gas natural, del que había una red limitada al casco céntrico y esto en las pocas grandes ciudades. Por eso la cocina a leña ("económica") era muy común en los barrios argentinos en los años 50 y la heladera de madera se enfríaba con una barra de hielo. Por supuesto, esta familia no tenía auto ni soñaba con tenerlo. Iba al centro cada tanto en tranvía. En resumen: el consumo de energía per capita era muchísimo menor al actual. Lo mismo el de materias procesadas, como metales livianos, hierro y aceros, aluminio, maderas elaboradas, etc. El plástico casi no se conocía. La "huella ambiental" de esa familia era mucho más leve que la de sus numerosos descendientes actuales. Hoy, en lugar de aquella sola familia, hay tres o cuatro que demandan además muchos más bienes y generan un consumo de energía y materias procesadas muchísmo más alto. Y los puestos de trabajo de calidad en estos 70 años no se multiplicaron al ritmo de aumento de la población, más bien todo lo contrario.
Algún día este factor demográfico y ambiental decisivo deberá finalmente incorporarse al debate público para afrontar con madurez la totalidad del problema de déficit de bienestar que sufren nuestras sociedades. Falta hoy en los análisis y debates públicos esta variable fundamental. Por ejemplo, el demográfico es un factor decisivo en el auge del delito violento común a todas las urbes latinoamericanas. Pero nadie lo menciona, ni siquiera de paso.