Como una caricia al alma, todas las semanas me procuro un encuentro que vivo como ritual y que se ha convertido en un paseo irrenunciable para mí: caminar desde Oroño hasta el margen del río y devorar con mis ojos, por sobre todas las cosas, a la gente, a los rosarinos, que son parte del paisaje. Jóvenes enamorados prodigándose besos y caricias; gimnastas solitarios y no tan solos, acelerando sus latidos; las alimentadoras de los gatos que convocan a esa comunidad gatuna salvaje que agradece el esfuerzo; perros arrastrando a sus dueños por todo el espléndido lugar que parece infinito; estudiantes disfrutando mates, sol, compañía o soledad con un libro que por momentos los abstrae de esta belleza geográfica. También tribus urbanas que no alcanzo a conocer, pero allí, al sol o iluminados por la luna, están, juntos, haciendo acrobacias, vendiendo productos o sólo permaneciendo, como postales vivientes: cada uno es apreciado por los otros como parte del todo.