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"Los aprendizajes no saben andar apresurados y siempre suceden en el encuentro con otros", dice Felice.
Foto: La Capital / Virginia Benedetto.
—Desde el título del libro (El tiempo de ser niñas y niños) busco rescatar algo que es obvio: la infancia es el tiempo de ser niñas y niños, donde tenemos que permitir que sucedan las cosas que les suceden a las niñas y a los niños. Me preocupa que si bien hay teorías que históricamente han tratado de reducir a los niños a su biología, en la actualidad haya mucha más insistencia en eso. Además, son discursos que corren con la ventaja de las tecnologías y las redes sociales que permiten que se repliquen rápidamente, incluso convencen a padres y madres; de alguna manera se atenta contra la singularidad y subjetividad de los niños. También me preocupa que en estos tiempos tan apresurados, de la inmediatez a la que invita la tecnología, se ponga en riesgo que los niños no cuenten con tiempo para transitar y desarrollar los procesos propios de su infancia: la comunicación, la adquisición del lenguaje, el aprendizaje de la lectoescritura y demás aprendizajes que se proponen en la escuela. Y que ante cualquier dificultad aparezca el estigma de un rótulo que signe el destino de ese niño. Más allá de las teorías de la escuela inclusiva, las diferencias nos siguen molestando y los prejuicios nos siguen atravesando.
—¿Cómo se transforma el aprendizaje escolar en tiempos de inmediatez?
—Intento con mi trabajo invitar a la reflexión sobre esa lógica de la inmediatez y la rapidez que impone la tecnología. Quienes somos adultos corremos con la ventaja de haber vivido una época distinta y saber que hemos tenido tiempo de espera para aprender y crecer. Los niños de estos tiempos no, y entonces tienden a aplicar esa lógica; pero los aprendizajes no saben de andar apresurados, requieren de tiempo. El otro problema es que, a veces, los adultos quedamos confundidos: la era en la que vivimos también moldea nuestras representaciones mentales. En tanto que la escuela queda prisionera de las imposiciones ministeriales, del sistema educativo, de alguna manera cae en la trampa y empieza a apresurar a los niños en ciertos aprendizajes que justamente son procesos, que no pueden acelerarse.
—Lo común aquí es que se hable entonces de un chico o chica "lentos" para aprender, que se los asocie con el fracaso escolar ¿Cómo superar esa idea?
—Hay que trabajar eso con el niño y sus padres, con las instituciones escolares. Muchas veces solo aparece aquello que el niño aún no pueden hacer, en todas sus limitaciones y dificultades. En lugar de contar todos los recursos con que cuenta para aprender. Esto no quiere decir que hay que negar que tiene una dificultad, esa no es manera de ayudarlo. No es negando la diferencia sino desde dónde podemos seguir construyendo y aprendiendo.
—¿Esto lo entienden así maestras y maestros?
—Hay maestros que son muy receptivos y deseosos de que una vaya a ayudarlos, acompañarlos y hay otros, que por prejuicios que nos atraviesan a todos, son más resistentes. Por eso estas teorías que ahora están en auge son tan atractivas, porque a lo que invitan es a adjudicarles el problema solamente al niño. Desde esa visión, los adultos no tenemos nada que ver. La única manera en que podemos ayudar a un niño es que todos los adultos que somos parte de su vida estemos realmente comprometidos con la tarea que nos toca ocupar: su familia respecto de la crianza, los docentes en relación a los aprendizajes y quienes somos terapeutas, sosteniendo y acompañando.
—Con esas "teorías tan atractivas" ¿te referís a las neurociencias y a la tendencia a diagnosticar y etiquetar chicos?
—Sí, a eso me refiero. Los manuales diagnósticos (y estadísticos de los trastornos mentales, conocidos como DSM, por su sigla en inglés) en realidad no son muy novedosos. Lo que hacen es crear nuevos eufemismos y expresiones para nombrar lo que históricamente ha sido nombrado como diferente. Lo que sucede ahora es el modo en que se han replicado. Eso es lo primero que resulta riesgoso. Lo segundo es que a través de una serie de test —propuestos desde estos manuales— se intentan recabar síntomas o conductas atípicas, y de esa manera se llega a un diagnóstico que establece determinado trastorno. De acuerdo con la frecuencia de la aparición de esos síntomas se establece el grado de severidad. Lo que resulta más grave es que a esos grados de severidad se agregó una nueva clasificación, que se llama de "causa inespecífica". Es decir, cuando no hay una causa orgánica que pueda ser detectada o confirmada o de orden genético aparece la "causa inespecífica".
—¿La "famosa" dislexia?
—Exactamente. A mí me recuerda a las "deficiencias intelectuales" o los "fronterizos" de otras épocas. En esa "causa inespecífica" pueden estar niños que no cuentan con las mismas oportunidades, que al momento de llegar a la escuela no están en igualdad de condiciones. Es muy riesgosa la situación, porque ante cualquier dificultad se la intenta adjudicar a una causa orgánica que incluso, a veces, no puede ser confirmada; de alguna manera se pierde de vista al sujeto que está aprendiendo y tiene deseos de aprender más allá de las dificultades que tenga.
—En tu libro invitás a mirar a niñas y niños. Ante esta tendencia a rotular ¿esa sería la propuesta?
—Sí, creo que esa es la manera. Aquí la tecnología también tiene que ver. Hemos dejado de mirarnos, de compartir charlas, encuentros. Trato de apostar a ese encuentro genuino con la infancia. Que eso le pueda suceder a los maestros en el aula, a nosotros en el consultorio y a sus papás y mamás con sus hijos. Poder encontrarnos con ese niño real, que está ahí, que le suceden cosas, que hay cosas que aún no puede hacer y que necesita que lo acompañemos, que lo alentemos, que le confirmemos que va a poder a pesar de lo dificultoso. Insisto que de ninguna manera se trata de negar que tenga dificultades, sino de volver a mirarlo de una manera deseante, confiando y esperando que va a poder. Tenemos que recuperar la posibilidad de darles a los niños tiempos para crecer, para aprender y de volver a encontrarnos en la mirada y en la palabra.
—Distintos investigadores analizan cómo las pantallas están cambiando la manera de comunicarnos, por eso mismo de ya no mirarse a los ojos. ¿Qué efecto tiene esto en las infancias?
—La tecnología afecta la modalidad de comunicarnos, también las posibilidades de juego en las infancias. Los niños están mucho tiempo sentados frente a las pantallas y se estima que esa interacción digital es un juego. Pero jugar tiene que ver con la posibilidad de imaginar, de crear, de sostener los juegos reglados donde se aprendan normas, a respetar el punto de vista del otro; tiene que ver con la constitución de ese niño como sujeto. Por supuesto que también las pantallas inciden en los aprendizajes, porque los niños acceden rápidamente a la información y de manera simultánea a varias ventanas. La escuela es una propuesta totalmente distinta: el niño tiene que sentarse, prestarle atención a una docente que está con la tiza y el pizarrón. Es entonces cuando aparecen los niños desatencionales de estos tiempos, sobre los que nadie se pregunta de qué manera la tecnología ha incidido en los modos de atención y en su aprendizaje.
—También están aquí quienes dicen "acomodemos la escuela a los tiempos de las pantallas y tecnologías".
—Sí, pero el niño también tiene que aprender y vivir experiencias en las cuales haya que prestar atención a algún estímulo en particular, porque algunos aprendizajes son complejos como aprender a leer y a escribir. No quiero decir que no sean necesarias las tecnologías ni que las escuelas no deban innovarse, pero siempre cualquier aprendizaje va a suceder en el encuentro con otro.
—"La escuela se presenta como la sala de espera de empresas tercerizadas..." ¿Qué representa para las infancias esta idea expresada en tu libro?
—Es muy común que a fin del primer grado aparezcan muchos niños a la consulta porque no pueden aprender, no saben leer. Aparece en escena el fracaso escolar de este niño. Es interesante poder pensar estas situaciones en relación a la época que transitamos. Lo digo en relación a esta época de capitalismo, de neoliberalismo que hace que estemos muy ocupados por el rendimiento escolar. Los padres quedan muy prendidos de ese discurso, entonces si un niño falla de acuerdo a lo que establece la escuela parece que no va a poder hacer nada de su vida. Ese rendimiento escolar está pensando en términos de mercado, ese niño tiene que rendir para poder ser funcional a aquellos trabajos que son "beneficiosas para su futuro". De esa manera la escuela pierde el lugar que le compete, que es acompañar ese búsqueda donde el niño vaya diciendo, pensando y deseando qué es lo que quiere hacer de su vida; y no que tiene que cumplir con una determinada carrera, profesión u oficio porque eso "le es conveniente".
—Ese discurso imperante ¿no borra el deseo de los chicos?
—Sí, sin ninguna duda. Porque si un niño es reducido a su biología o su genética, si un niño se convierte en un sujeto que debe rendir en la escuela para salir de allí y obtener un determinado puesto o realizar una determinada carrera universitaria ¿dónde está el sujeto que aprende y desea ser alguien en la vida?
La comunicación genuina
“En la actualidad es habitual escuchar que los niños, niñas y adolescentes hablan poco, que su léxico es «pobre», que no saben cómo comportarse en distintos ámbitos de interlocución, que desconocen las diferencias inherentes al encuentro con determinados interlocutores. Y es absolutamente comprensible”, reflexiona Fernanda Felice en su libro El tiempo de ser niñas y niños.
¿Hay que culpar a las pantallas de esta situación? La autora toma la pregunta y expresa: “No, sin ninguna duda que las personas adultas somos responsables y quienes deberíamos administrar el uso de las pantallas. Por supuesto que es una tarea dificultosa, el punto es que somos los adultos los que no les ofrecemos momentos de comunicación genuina, la posibilidad de dialogar en situaciones efectivas de comunicación, que no tienen que ver con esa pantalla que está mediando. Incluso es muy habitual decir que los adolescentes no saben comportarse de acuerdo al interlocutor que tienen enfrente. Eso solo se puede aprender dialogando con otros que sean distintos. En esa situación tengo que pensar que palabras utilizar, que no es lo mismo hablarles a mi mamá y a mi papá que a mis maestros. Para eso hay que dedicarle tiempo a los chicos. A leer, a escribir, a hablar, a dialogar se aprende haciendo, contando con esos encuentros”.
Y dice en su libro que “la comunicación más eficaz continúa siendo el encuentro con otros sujetos y no la mera interacción con objetos tecnológicos, tal como sucede hoy en día”.