Aprendí el preámbulo en la escuela primaria. A mi mamá, que lo sabía de memoria, le entusiasmó que lo estudiáramos juntos y entonces me lo escribió en una hoja para que yo repitiera y repitiera... “Nos, los representantes de pueblo de la Nación Argentina...”.
—¿Nos? ¿Por qué nos? —Es como se usaba el nosotros en esa época, me explicaba con paciencia y volvía a repetir la misma frase, y la siguiente, y la otra y así hasta el infinito. Como el padre nuestro el año anterior en catecismo, o el Ave María. Al menos por tomar la comunión me iban a regalar un reloj y con las estampitas juntaría para comprarme ese dinosaurio a cuerda que había en la tiendita de Uriburu. ¿Pero aprender el preámbulo?, ¿para qué? Ni siquiera se podía cantar. Algunos años después, con un amigo de la secundaria, se nos ocurrió ponerle música a las lecciones de biología que la mina nos tomaba en el pizarrón, pero esa es otra historia. Ahora estaba dale que te dale con el preámbulo, que tenía palabras tan difíciles, sin sentido, y mi mamá haciendo de apuntadora para que no me desmoronara y pudiera continuar en ese delicado entramado de frases que no podía saltearse ni mezclarse so pena de excomunión...
Repitiendo y repitiendo pasamos horas y días en la cocina, mientras ella preparaba la comida de la noche, la chocolatada de la tarde, las tostadas de la mañana. Hasta que llegó el día de exposición en el salón, y de tanto practicar, ni un solo error tuve. Completito lo dije y la seño me estampó un diez en la carpeta. Volví de la escuela apurado, para compartir mi alegría con mamá. Después salí corriendo, hoja en mano, a mostrarle a los abuelos, a los tíos, a los primos, que vivían a la vuelta y allí en el patio, como hacía un rato en el salón, volví a decirlo sin fallar y al terminar me aplaudieron y felicitaron.
Al año siguiente uno de los candidatos a presidente recitaba partes del preámbulo en cada acto como plegaria de cura en misa. Con el correr de los meses la gente que iba a esos mítines empezó a corearlo cual estribillo en recital y mis hermanos, de tanto escucharlo en la tele, lo aprendieron en dos patadas.
Lo que nunca jamás hicimos en la escuela fue abrir la Constitución. ¿Habría sido peligroso que leyéramos sobre el derecho a huelga?, ¿o que supiéramos que nadie podía ser penado sin juicio previo? ¿Cómo explicarle a un grupo de pibitos y pibitas de 10 años, aún en tiempos de una dictadura en retirada, que al presidente que estaba nadie lo había elegido?
En eso estaba con mis estudiantes de cuarto, contando nuevamente una historia que abriera el apetito de saber, de conocer, cuando uno de los varones del fondo, debajo de una enorme gorra de Ñubel reclamó con un dejo de agobio:
—¿Qué, también vas a querer que nos aprendamos de memoria el coso ese?
—Pero no. Justamente les cuento esto porque no lo vamos a aprender de memoria, sino que trataremos de entender lo que dice, qué sentido tiene, pensar en lo que se proponían los constituyen...
—Pero pará profe —interrumpió otra con el pelo rosa— ¿vos de verdad lo sabías de memoria al librito ese?, ¿todo entero? —señalando la Constitución en mi mano.
Reí entusiasmado por la ocurrencia y les expliqué que no, que solo el preámbulo, que estaba en la primera hoja, y lo abrí mostrándoles.
—¿Y ese si vos te lo sabías de memoria profe? —preguntó otra del fondo desperezándose.
—Todavía lo sé —señalé agrandándome.
—A ver, dame —pidió el que estaba más cerca a la puerta con la mano extendida y al recibir la constitución agregó desafiándome —dale, decilo.
Como aquel chiquito que repetía el preámbulo en el patio de mi tía empecé a recitarlo, remarcando las comas, los puntos y resaltando la entonación en los principios, que era lo que me interesaba profundizar y cuando ya enfilaba para el final —“...y para todos los hombres del mundo que quieran habitar el suelo argenti...” —con fastidio, y casi al unísono, una pregunta sacudió hasta los vidrios de las ventanas: —¡¿Y las mujeres?!