Para el psicoanalista Marcelo Rocha en la niñez se encuentran las claves para entender al adulto presente, por eso invita a rescatar esa patria de la infancia como tarea indispensable y necesaria para recuperar la sensibilidad perdida. El psicólogo egresado de la Universidad Nacional de Rosario (UNR), especialista en discapacidad y educación inclusiva, hace explícita esta propuesta en su nuevo libro Huellas y marcas de la infancia. Vicisitudes de ser niño ante las conflictividades de la constitución psíquica, publicado por Editorial Noveduc. Una obra en la que aborda el sufrimiento de las infancias a partir de desarrollos teóricos y análisis clínicos reales, y en la que reafirma que muchas experiencias de los primeros años pasan a formar parte del material inconsciente del adulto en forma de huellas, y que todas las personas cuentan con ellas.
—Todos tenemos marcas de la infancia, algunas son saludables y otras son traumáticas. Llamaríamos marcas saludables a aquellas sensibles, nostálgicas, que tienen que ver con el armado más profundo de lo que somos. Aquellos acontecimientos vividos en la infancia que nos han marcado de un forma tan profunda que perduran en nosotros haciéndonos ser lo que somos en nuestra adultez.
—El libro dice que en las marcas de la infancia se encuentran las claves para entender lo que somos. ¿Se puede decir que la infancia permanece en el ser adulto?
—Es así, desde el psicoanálisis reconocemos esto de que somos aquel niño que aún vive en nosotros, pero en un cuerpo y mente adulta. Es decir, ese niño que fuimos nos jalona en la vida hacia los haceres, las elecciones vocacionales, los amores, nuestros síntomas que tienen que ver con la repetición traumática de las situaciones sentidas en la infancia. De alguna forma es como que siempre llevamos ese niño o niña dentro. Aquel que no reconozca a ese niño o niña interior, seguramente va a tener algunas dificultades extras en la vida, porque cuanto más nos conocemos más en armonía estamos con nosotros mismos.
—En el texto hay una expresión que dice: “No entenderemos el presente si no conocemos la patria de la infancia”. Ahí también hay una revalorización del pasado, que en estos tiempos es tan menospreciado.
—Sí, totalmente, porque si hay algo que tiene esta sociedad líquida y materialista en la que estamos insertos es que nos lleva a la adiaforización de los afectos, de los contactos, que se van perdiendo paulatinamente. Y en esa pérdida vamos perdiendo lo más propio nuestro que es lo humano, esa sensibilidad que tenemos que tener con nosotros mismos. Estamos tan pendientes del presente y del futuro que muchas veces olvidamos el pasado. Y aunque no sea una cuestión de traerlo todo el tiempo, sí es importante tenerlo presente para lograr una armonía. Eso es lo que nos permite estar más conectados con lo sensible, con lo más propio de lo humano y no con esta liquidez de correr día a día para la nada misma.
—Esto de recuperar lo sensible de la infancia, ¿es un imperativo frente a las lógicas del materialismo capitalista que se imponen?
—Dentro de estas lógicas materialistas los niños han entrado y entran. Los nuevos órdenes hacen que los niños ni bien les compran un juguete ya están pidiendo otro nuevo. Ese consumismo ha llegado también a las infancias y los va marchitando, porque marchita los recursos mas importantes que tiene la infancia, que es construir, la fantasía, el juego, la creatividad. Antes jugábamos con dos o tres objetos y estábamos todo el día creando cosas nuevas, hoy los niños están todo el tiempo pidiendo objetos nuevos que se desgastan y rápidamente pasan a la bolsa de la basura. Eso hace que ellos también entren en esa lógica del consumo y preocupa.
—El libro sostiene además que en las sociedades contemporáneas las infancias viven tiempos vertiginosos en los que se limitan considerablemente sus experiencias sensibles.
—Sí, y eso también tiene que ver con la vida de los adultos. A veces los padres ya no tienen tiempo para llevar a su hijo a pescar, a una plaza o a pasar ese tiempo que tiene que ser perdido, porque si hay algo que nos cuesta a los adultos es lograr perder el tiempo. Siempre estamos dándole una productividad al tiempo y en esa lógica absurda también quedan enganchados los niños que van perdiendo esas marcas sensibles, que tal vez antes teníamos mucho más. Si hay algo propio de la infancia es poder perder el tiempo el mayor tiempo posible, sin embargo los adultos estamos siempre apurados y eso genera una pérdida significativa. Si a esto le sumamos una gran preocupación como la pobreza en la infancia, no pretendamos una sociedad mejor con tantos niños y niñas en las calles mientras los adultos se preocupan por el dólar. El capital humano mas importante es la infancia y se la está olvidando terriblemente.
—La obra también pone el foco en los niños con dificultades que han sido diagnosticados y muchas veces etiquetados. Y se habla de la obligación de los profesionales de devolverles a esos niños la infancia robada. ¿Qué implica ese robo?
—Lo planteo como una infancia robada porque en estos tiempos vi una sobrediagnosticación de la infancia, rotulaciones terribles de niños a los que antes se los llamaba inquietos y ahora son hiperactivos o les cabe otras nomenclaturas como el TEA (trastorno del espectro autista). Cuando se diagnostica rápidamente y salvajemente a un niño se le está robando la infancia. ¿Por qué?, porque esos padres comienzan a angustiarse en forma exacerbada y ese niño deja de serlo para convertirse en un objeto a recibir terapia, pierde la subjetividad y se objetiviza. Los padres se obsesionan, empiezan a actuar metodológicamente y pierden la sensibilidad y el afecto natural que tiene que haber entre un padre y un hijo, eso es robarle la infancia a un niño. Muchos profesionales no tienen idea las aberraciones que cometen al tomar un test diagnóstico mínimo y después decirle a los padres “su hijo tiene tal cosa”. Eso genera una marca traumática, perdurable a fuego que se graba en la piel del niño y de las familias. Antes teníamos que salir a buscar a los niños con TEA para formarnos en las prácticas y ahora están por todos lados, eso genera marcas que ya los vemos en adolescentes y jóvenes.
—Afirma que la infancia es un tiempo en el que la ficción debe ganarle un poquito a la realidad y para eso hay que disponer de tres elementos: el juego, la imaginación y un mundo libre. De los dos primeros se encargan los niños, pero el último deben garantizarlo los adultos. ¿Cómo ve este último punto?
—Extremadamente complicado. Creo que el libro es un llamado de atención a los adultos para cuidar a las infancias de hoy, para que el adulto mismo se reconcilie con ese niño o niña que lleva a dentro, un llamado de atención a la sociedad para cuidar ese patrimonio fundamental de la humanidad que es la infancia. Los niños necesitan de la ficción, la imaginación y el juego, que son las principales herramientas para ellos, pero si no pueden salir a la calle porque hay balaceras, porque tienen miedo, entonces es terrible. Es terrible que la palabra miedo esté en ellos, esa es una responsabilidad de los adultos que no están resolviendo. No hay políticas claras en torno a la infancia, que llegue a todos los niños y niñas, los que están en situación de pobreza o los que tienen alguna discapacidad. Y un niño que ve vulnerada su infancia de alguna forma va a hacer algo con ese enojo que se ha enquistado y lo va a manifestar en la adultez. La violencia se reproduce si no cuidamos a las infancias y no les damos un mundo seguro esto va a seguir así, creo que están errando el foco porque no están yendo detrás de la infancia.
—La escuela es uno de los principales escenarios donde se producen esas marcas de la infancia y los maestros son grandes protagonistas. ¿Pueden ser huellas positivas como destructivas?
—Sí, claramente un docente puede generar huellas y marcas positivas, amables o muy traumáticas. Lo que un docente pude hacer se olvida ante la cuestión de lo curricular y lo metodológico. Muchas veces se olvida que hay otro tipo de aprendizaje que se está generando, que es el aprendizaje de los sensible, de lo afectivo, de ir al rostro psíquico de ese niño para marcarlo de alguna forma. Un docente puede marcar la vocación de un ser humano, puede marcar el trayecto de su vida y lo hace en ese contacto, porque lo que aprende no es el cerebro del niño sino que éste aprende a través de ese contacto afectivo que se produce entre él y su maestra. Cuando un docente da clases lo hace desde su propia historia, su pasado y su infancia. Un docente con una verdadera vocación generada desde allí, transmite mucho más los aprendizajes significativos a sus alumnos. Seguramente aquellos docentes que han generado marcas traumáticas han tenido un pasado complejo.
—¿Una sugerencia para las maestras y maestros?
—La sugerencia es que cuando uno no está bien en su vocación tiene que analizarse, revisar ese aspecto. Yo comparo mucho la tarea del docente con la del psicoanalista: cuando uno no siente el deseo de escuchar a un paciente es mejor que se dedique a otra cosa. Lo que yo les diría a los docentes es que revisen su vocación, porque el trabajo de los maestros y maestras requiere de esa vocación, de lo contrario los aprendizajes nos se van a transmitir valederamente. Cualquiera que recuerda a algún docente de su infancia, lo primero que va a traer a su mente es aquel docente dulce que lo alojó bien o a aquel con el que la pasó mal.
—Apela a la descripción de algunos casos clínicos, y en todos ellos se destaca una actitud positiva de la escuela frente a una espera necesaria.
—La escuela tiene que saber esperar, tiene que saber alojar y tiene que saber comprender. Las problemáticas que se producen en el espacio áulico representan a los tiempos actuales, las relaciones vinculares que los niños viven en sus familias las reproducen en la escuela y cada vez son mas complejas. Por eso la escuela no debe estar observando con lupa las características visibles de un niño sino que también tienen que poder comprenderlo, tiene que poder visitar el rostro psíquico de ese niño, que es un rostro mucho más profundo, que habla de lo que le está pasando. No podemos ir apurados a pedirle a un niño tal o cual cosa, tenemos que ser comprensivos.
—¿Y qué pasa cuando la escuela no sabe esperar?
—Cuando eso sucede se pueden generar dificultades muy grandes de exclusión y de expulsión, no solo de ese niño también de su familia. Si hay algo que otorgan los diagnósticos rápidos son como una supuesta calma, es decir “tiene esto, ya está, pasamos a otra cosa, o actuamos para trabajar en pos de lo que tiene”. Pero no se visualiza mucho más que eso y no se profundiza en el “de qué sufre ese niño”. Quedó fijado en ese rótulo y se lo trata como tal, no se toma el tiempo para interpretar el por qué tiene lo que tiene. La escuela no tiene por qué hacer una tarea clínica de terapeuta, pero sí una tarea amable de recibir, de alojar y comprender las diferencias.