"¿Saben lo que cuesta seguir, cuando más allá del color político de turno, o del barrio “más o menos conflictivo”, nos siguen matando nuestros pibes?". La pregunta hiere como un dardo y quien la lanza es Diego Oro, docente y vicedirector de la Escuela Juana Elena Blanco, de Pasco al 400.
El interrogante invita a pensar en cómo las chicas y chicos de los barrios atraviesan un escenario de violencia urbana. La muerte joven lastima a docentes que reconocen en cada víctima o victimario algún alumno o ex alumno. Como le pasó esta semana a Melina Gigli, la maestra de una escuela de barrio Santa Lucía a la que asistía el joven que murió electrocutado tras intentar robar un cable subterráneo de alta tensión.
En el texto de Diego Oro, el docente recuerda una nota publicada en La Capital en 2013, cuando fue convocado junto a otros directivos para hablar del drama de los soldaditos, tal como se conoce a los chicos reclutados por el delito narco.
"Elegimos seguir siendo docentes, dándole valor a nuestra tarea y al espacio escuela, donde nuestros pibes y se atrincheran muchas veces frente una realidad dura que los castiga, los expulsa, los criminaliza y los expone a los flagelos sociales más duros", señala el docente en la carta, que se reproduce íntegra a continuación.
La escuela como trinchera
Hace más de diez años atrás, cuando comenzaba a dar mis primeros pasos como vicedirector y llevaba ya casi veinte intentando habitar las escuelas, fui parte de un grupo de directivos que nos desempeñábamos en barrios conflictivos invitados por La Capital a ponerle voz a los que nos pasaba y atravesaba en esos contextos, y los desafíos, miedos e incertidumbres que nos unían.
Hoy, frente al inicio de un nuevo ciclo lectivo, me puse a mirar hacia atrás para tratar de entender un poco este incierto presente y futuro que nos espera, intentando descifrar este camino e identificando que situaciones hoy son desafíos.
Y no puedo dejar atrás esa expresión que me abrió puertas a esta costumbre de escribir y poder poner en palabras lo que muchas y muchos colegas sienten: “Están matando a nuestros pibes, y eso duele” posteé en redes sociales allá por 2021. Eso me llevó a relatar lo que a muchos nos pasa y sentimos.
Ese dolor pude ponerlo en palabras en 2021, pero lo anticipamos en 2013 en aquella nota de La Capital, cuando nos entrevistaron: “Me pasa que veo una noticia policial, y juro que leo los apellidos para saber si reconozco un alumno mío”, decía entonces. Y eso me sigue pasando. ¿Saben lo que cuesta seguir, cuando más allá del color político de turno, o del barrio “más o menos conflictivo”, nos siguen matando nuestros pibes? ¿Saben lo que cuesta cuando esta lista se hace interminable y son cada vez más los bancos vacíos o los nombres tachados en las listas?
También en esa nota del año 2013 se hablaba de esos chicos que no estaban en la escuela, porque el sistema los excluía por uno u otro requisito no cumplido, a pesar de que ya la Ley 26.206 lo establecía como derecho. Y vi muchas políticas públicas, programas e intentos fallidos por parte de los sucesivos gobiernos fracasar, a mi entender porque muchas veces quienes los definen no escuchan a quienes habitamos las escuelas, caminando esos pasillos, poniendo la oreja, dando una palmada, compartiendo unas palabras o simplemente abrazando en silencio a las pibas y los pibes.
Un grupo de chicos pinta mensajes en recuerdo de un joven. (Foto: S. Salinas)
Un grupo de chicos pinta mensajes en recuerdo de un joven. (Foto: S. Salinas)
Y con todo eso cargamos, haciendo lo imposible para que la escuela sea el espacio que sigan eligiendo esas pibas y esos pibes, quizás por la necesidad de una taza de mate cocido o una factura, que nos permita darles la oportunidad de un futuro posible y diferente al que soñaban, porque a veces están convencidos que ellos no pueden o que a ellos no les corresponde.
Seguimos convencidos de que hay otro que nos espera y que merece nuestro respeto, otro que nos habilita y que nos da un gran lugar en su vida, que nos da la oportunidad de que, con la excusa de enseñarles un teorema, una regla ortográfica o sintáctica, o una línea histórica, de ayudarlos a “ser alguien”. Porque ellas y ellos siguen sintiendo, muchas veces, que para “ser alguien” deben acceder al título, aunque no les abra muchas puertas si provienen de ciertos barrios.
Y esa alteridad es la que interpela nuestra tarea, dándole el valor que muchas veces no vemos por parte de nuestros gobernantes. Porque nosotros somos capaces de reconocer los logros, más allá de que no cumplan los requisitos burocráticos de un sistema educativo, al menos en el nivel secundario, que tiene que ser capaz de repensarse para poder acompañar las trayectorias reales de nuestras pibas y nuestros pibes.
Porque somos capaces de relatar miles de historias que fueron atravesadas por nuestro “ser docente”. Porque podemos reconocer lo importante que puede ser nuestro ser y hacer, o no el ser y no hacer, en sus vidas, porque dejamos huellas más allá del tiempo que podamos compartir con ellas o ellos, por el simple hecho de haber estado en el momento justo en el lugar indicado. Y me refiero al simple hecho de visibilizarlos, de poder ver detrás de sus miradas, al preguntar simplemente qué te pasa, o al tomar asistencia repasar la lista y decirles “no estuviste la clase pasada, ¿te pasó algo?” y no solo poner el presente o el ausente.
Y así, este nuevo año elegimos creer, como lo expresé año pasado, pero con nuevas incertidumbres que nos ponen en jaque. Porque se está debatiendo si nuestro trabajo es un “servicio esencial”, desterrando totalmente la noción de derecho que debe ser indiscutible sobre la educación. Porque una vez más parecemos ser la variable de ajuste más rápida, relegando la importancia y el valor de nuestra tarea.
Elegimos seguir siendo docentes, dándole valor a nuestra tarea y al espacio escuela, donde nuestros pibes y se atrincheran muchas veces frente una realidad dura que los castiga, los expulsa, los criminaliza y los expone a los flagelos sociales más duros, buscando la afectividad que no se debe perder al construir el vínculo pedagógico, desde el acompañamiento respetuoso y cuidado por parte de los adultos que demandan que seamos.
(*) Diego Oro es docente y vicedirector de la Escuela Juana Elena Blanco.