A Saritah Brun
Dibujo: Chachi Verona
A Saritah Brun
Mónico vivía en una ciudad donde todxs eran gordxs, menos él. También había muchísimos espejos en los que se miraban y sonreían todxs, aunque él, no. Y nunca tuvo problema alguno. Tenía primxs, hermanxs, tíxs, abuelxs, amigxs y sus dos papás que lo querían y a quienes amaba.
Una tarde, mientras volvía de la escuela en colectivo, un Señor con sombrero grandote y sonrisa estridente se sentó a su lado.
—¡Qué lindo nombre tenés, Mónico! —le decía.
—Gracias —le respondió con sus ojos negrísimos y brillantes.
A Mónico le llamaba la atención un sombrero enorme lleno de colores, del cual, de repente, el Señor sacó dos espejos inmensos y le preguntó por qué nunca se había mirado. Mónico no sabía qué responder, pero tampoco tenía problema con los espejos, así que agarró uno, lo apoyó en el respaldar del asiento de adelante y se miró. Su cara le encantaba. Tenía rasgos de sus dos papás: la boca de Micaelo y el pelo enrulado de Jimeno.
Pero sucedió que el Señor de sombrero grandote y colorido comenzó a decir que, si seguía así de flacucho, nadie lo iba a querer porque lxs demás eran gordxs y así debían ser todxs. Por supuesto que Mónico no le creyó absolutamente nada. Hasta que el Señor se paró en medio del pasillo del colectivo y empezó a gritar que había un flaco. Lxs pasajerxs miraron al hombre y comenzaron a reírse. El sintió algo feo en la panza, como si pinchara. Se sentía súper triste y se largó a llorar.
Entonces, el Señor de sombrerote volvió a sentarse a su lado y sacó de allí dos semillitas que, le aseguró, eran mágicas. Una de ellas le permitía engordar y la otra adelgazar. Así que, si comía una, podría ser como todxs y, si no le gustaba, podía morder la otra y ser como siempre. Mónico se calmó, porque eso lo había leído en el cuento Alicio en el país de las realidades y le pareció estar viviendo algo parecido.
Con ellas en el bolsillo, entró a su casa; ya era de noche y la luna resplandecía junto a las estrellas. Mientras almorzaba, sentía que las semillitas se movían en su pantalón. Pero recién cuando estuvo en la cama, las sacó. Sus papás le habían leído un cuento de mutantes que luchaban con un chancho inmenso. Por un momento, le pareció ver los ojos encendidos del animalote en la oscuridad. Eran iguales a los del Señor de sombrero grande y colorido. Cuando quedó a solas, observó cómo las semillitas flotaron brillosas y verdes en la oscuridad.
Mónico tomó una y la tragó. De inmediato, un temblor se sintió en toda la ciudad. Parecía un terremoto. Se oían vidrios romperse, casas que se derrumbaban y muchos de los habitantes notaron con asombro cómo aparecía una inmensa cordillera que cortaba la ciudad por la mitad. Sin embargo, no eran montañas; ¡era la pierna gigante y regordeta de Mónico! La semilla lo había hecho crecer tanto que no sólo rompió toda su casa y sus dos papás terminaron arrastrados por cuadras, kilómetros enteros en su cama, sino que las demás casas y edificios habían sido desplazados y derrumbados por su cuerpo inmenso.
Cuando Mónico se dio cuenta de lo que había pasado y vio que la ciudad parecía una maqueta de juguete destruida, intentó ponerse de pie, pero se tambaleó de tan alto que era. Lxs demás parecían hormiguitas que corrían asustadxs con la emergencia de ese gigante que, creían, lxs atacaba. Mónico decidió, entonces, tomar la otra semillita y comerla para ser como antes, pero cuando la puso en su boca, se agrandó de tal manera que su cara quedó a pocos metros de la luna.
Asustado y como pudo, caminó enclenque hacia las afueras de la ciudad. Sus papás lo buscaron desesperados. Esa noche fue muy fea. Muchxs creyeron que Mónico había sido devorado por el gigante. En los televisores, aparecía la foto del pobre Mónico a quien, decían, estaban tratando de encontrar.
Por días enteros, los papás de Mónico lo buscaron en todos lados, aunque sin resultado alguno. Estaban muy tristes. Hasta que una noche, mientras todxs dormían, volvieron a sentir un temblor. Salieron a la calle y, en un momento, vieron aparecer en el cielo dos ojos enormes y una nariz y una boca y una cabeza. ¡El gigante era Mónico!
Sus papás tenían muchísima alegría porque estaba vivo. Le gritaban y hacían preguntas, pero eran tan chiquitos, que Mónico apenas si los veía sin oírlos. Cuando se dieron cuenta, trajeron unos parlantes y un micrófono y le dijeron que lo extrañaban mucho y que no entendían por qué había destrozado la ciudad.
Mónico, de quien solo se veía su cabeza, les contó todo. Lxs periodistas transmitieron su relato en Internet y en la tele. De inmediato, todxs se horrorizaron y comenzaron a buscar al Señor de sombrero gigante y colorinche. No había rastros de él. Sin embargo, a los pocos días, Mónico sacó la superficie congelada de un lago y la usó como lupa para mirar en las calles de la ciudad. En un momento, lo vio. En otro colectivo escolar, el Señor de sombrero grande y colorido estaba molestando a una nena que no quería atarse las colitas como todas las demás y le ofrecía unas hebillas mágicas. Mónico devolvió la superficie helada del lago a su lugar y le contó a la mamá y al papá de la nena lo que había sucedido. Llamaron a la policía y, cuando el colectivo llegó a su casa, el Señor de sombrero grandote y colorido fue atrapado y no pudo lastimar a nadie más.
Durante años, el flaco y gigante Mónico vivió cerca de la ciudad. Cuando uno llegaba por la ruta, tenía la impresión de ver una inmensa montaña acostada sobre el campo. Mónico visitaba a sus papás todos los días, haciendo temblar el piso. Llevaba a sus amigxs a dar vueltas por las nubes, en los hombros. Ellxs le pasaban los cuadernos y las tareas, y no perdió el colegio, al que pudo terminar algunos años después. Las rotiserías le preparaban, entre todas, platos gigantes que él pasaba a buscar al mediodía y a la noche. Hasta que, con el tiempo, las semillitas empezaron a perder efecto y, progresivamente, Mónico recuperó su tamaño. Ya no era un niño, pero sí seguía tan flaco como al principio y, como antes, a nadie le importaba.
Por Javier Felcaro