Había una vez un castillo, triste castillo, que tenía un dragón en su panza. Pobre castillo, triste castillo, hacía años que se la pasaba a pura fiebre, triste fiebre, estomacal.
Ilustración: Chachi Verona
Había una vez un castillo, triste castillo, que tenía un dragón en su panza. Pobre castillo, triste castillo, hacía años que se la pasaba a pura fiebre, triste fiebre, estomacal.
Había una vez un dragón, triste dragón, que tenía un castillo, triste castillo, como cielo, un castillo triste castillo de suelo y paredes, tristes paredes, de piedra triste. Había una vez un dragón, triste dragón, encerrado. Pobre dragón, triste dragón, se la pasaba llorando a moco tendido y con sus gemidos, tristes gemidos, lanzaba bocanadas de fuego dentro de su jaula, triste jaula, de tristes piedras gigantes.
Había una vez una piedra, triste piedra, que le gustaba estudiar a las otras piedras, tristes piedras, chamuscadas por los gemidos, tristes gemidos, del dragón muy triste encerrado. Era una piedra estudiosa. Una piedra estudiosa, piedra gris estudioso. Había una vez esta piedra que estudiaba la altura de las otras piedras, tristes piedras, la forma redonda y cuadrada de las otras redondas y cuadradas piedras, la arenisca, arenosa arenisca, de las arenosas piedras grises. Había una vez cuando esta piedra descubrió que las otras piedras, tristes piedras, arenosas, cuadradas y redondas piedras, tenían sonrisas verdes en su gris, triste gris, chamuscado de piedra.
Había una vez, pero de piedra, cuando el dragón vio la única piedra que lo miraba y se reía.
—¿Por qué te reís, piedra, triste piedra, si acá estamos todos tristes? —preguntó sorprendido.
—Me río, ji ji río, porque las otras piedras, ji ji piedras, se ríen, ji ji ríen, verdes, ji ji verdes, como tu panza, ji ji panza, de sapo dragón verde.
—Pero si estamos todos acá encerrados tristes, muy, muy tristes en este castillo, triste castillo, de tristes piedras grises.
—Estás encerrado, ji ji encerrado, en este castillo, triste castillo, porque no salís. Nosotras no somos tristes piedras grises, nosotras somos ji ji verdes, risueñas y verdes. Pero como vos estás triste, ji ji triste y encerrado ji ji encerrado, nos chamuscás con tu fuego, triste fuego, y este castillo, triste castillo, tiene mucho dolor de panza.
—¿Y qué hacemos piedra, triste piedra? —lloró y re lloró el dragón triste.
—Empezamos por no llamarme triste piedra que yo, ji ji yo, estoy contenta y verde, así que me decís conterde o verdenta pero no me decís más triste. Seguimos por pedirles a las de arriba, las piedras cuadradas, verde cuadrado, que se corran un poquitito a la derecha. Continuamos por pedirles por favor y con respeto a las piedras de abajo, redondas de abajo, que se muevan un poco más abajo, reabajo y que dejen un huequito para ver el cielo, ji ji cielo, color celeste cielo y no gris chamuscado.
—¿Y cómo les pido a las piedras si hablan idioma de piedra y yo no lo sé porque nunca fui a la escuela de las piedras? Yo siempre estuve encerrado, triste encerrado, en este castillo triste —sollozó el dragón.
La escuela de las piedras nunca estuvo afuera, ji ji fuera, sino bien adentro pero vos nunca nos hablaste porque estabas llorando triste. Ahora como hablás conmigo le podés pedir a las de arriba y a las de abajo que se muevan redondas y cuadradas y te hagan el espacio para que veas el cielo.
Entonces, el dragón triste les habló, al principio un poco tímido porque no sabía hablar sin llorar triste pero si lo hacía no podía decirles que se corrieran, así que, con esfuerzo y sin llorar les pidió a las piedras que se movieran un poquito para ver el cielo que era celeste cielo y no gris piedra.
Las piedras contentas de aquel pedido porque además de estar tristes por el fuego estaban tristes porque les dolía mucho la espalda de estar tan duras y quietas, se corrieron riendo en verde.
El sol, radiante sol, entró por la ventana, nueva ventana radiante, que tenía ahora el castillo.
El dragón pensó que ahora podía dar un paseo pero tenía miedo de dejar aquella fortaleza. Después de todo había sido su casa mucho tiempo y aunque triste estaba acostumbrado a estar allí.
La piedra no podía creer que el dragón fuese tan miedoso y le dijo riendo:
—Sos un dragón verde, ji ji verde, de panza verde, panza de sapo verde miedoso.
Y el dragón, que le podían decir muchas cosas menos miedoso, se avergonzó de semejante acusación deshonrosa. A él, triste dragón, sí, triste pero no miedoso, con su boca gran boca de grandes dientes y sus alas, enormes alas de escamas verdes y su fuego, fuerte fuego de dragón verde, a él miedoso no le podían decir.
No le podían decir pero la verdad era que tenía miedo. Y con ese miedo se acercó a la ventana, nueva ventana y sin darse cuenta logró sacar su cabeza de dragón afuera. El viento, viento contento, le pegó en las escamas, verdes escamas y el dragón rugió con su voz de alegre dragón y todo el fuego, fuerte fuego, salió por la ventana de piedras verdes, ji ji verdes.
—Ahora podés volar —dijo la piedra.
Entonces, el dragón abrió sus alas, enormes alas, de escamas verdes y rió, rió como una piedra, rió ji ji verde y salió hacia el cielo celeste dando vueltas de alegría.
Las piedras lo saludaron y le gritaron ji ji en verde que cuando quisiera podía volver a hablar verde con ellas o ir a dormir la siesta al castillo, que ya no era un triste castillo porque se le había curado el dolor de panza.
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