Fantasmas
Fantasmas
Hasta ahora la única cosa mala que le encontraba a esta casa era que no tenía fantasmas, me hubiera encantado vivir en una casa con historias de misterio, de chicos que se aparecen por las noches y te sacan la lengua, con cuentos de muertes trágicas, apariciones fantasmagóricas, ruidos de puertas que se abren y se cierran misteriosamente. Le pregunté a mi mamá si conocía alguna historia interesante que me pudiera contar de esta casa pero a mi mamá, al principio, no se le ocurría nada, era una casa nueva, construida por Roberto el arquitecto en un terreno comprado con dinero ahorrado honradamente. Entonces después de esa sucesión de erres se le ocurrió decirme que era mejor, mucho mejor una casa sin historia, que me las inventara yo, que usara la imaginación y empezó diciendo:
—¿Vos sabías qué había antes en este terreno, hace miles de años?
—No, no tengo ni idea, respondí.
—Había un enorme pantano y en el pantano había toda clase de alimañas y estas alimañas se desperezaban a la mañana temprano y empezaban sus actividades, las actividades propias de las alimañas: tomar mates y despabilarse porque a la noche debían asustar a los niños.
—¿Qué son las alimañas? mamá.
Las alimañas son animales pegajosos, seres viscosos y desde que Roberto el arquitecto construyó esta casa justo encima del pantano no pueden tomar más mates tranquilas pero sí pueden asustar niños y por eso aparecen por las noches y merodean por los pisos.
—Eso es una mentira total, mamá, no me asustás con eso.
—Te juro, preguntale a Hilda, ella a la mañana encuentra todo el piso baboseado y por eso limpia los pisos de pinotea con tanto esmero, saca la viscosidad de las alimañas, no los viste nunca?
—Nunca vi ninguna alimaña.
—Andan por toda la casa, entran a la pulpería de Bartolo y les ensucian las boleadoras y le toman la ginebra, se bañan en la fuente de los pecesitos koi, son un desastre.
—Ay mamá!
—La única habitación donde no entran es en la habitación de los rompecabezas porque papá colocó naftalina (no les gusta nada la naftalina) y además cierra bien con llave para que no le baboseen los cuadros y no le pierdan las fichas.
Cañerías
Y al fin llegó el momento de ver si funcionaba, de abrir la canilla y probar. Al plomero siempre le pareció un chiste, una idea descabellada, decía cuando ponía cara seria y agregaba que no sabía si se podía, que la presión era mucha, que era un líquido muy corrosivo, que no resistiría, el plomero era una máquina de cosas que no quería hacer, era un adulto.
Igual, a mí siempre me pareció una idea brillante, una cañería de agua caliente y otra de agua fría la tiene cualquiera, es puro aburrimiento, pero esto era distinto, totalmente distinto. Puse el vaso debajo de la canilla y abrí despacio y con miedo, salió: espumosa, burbujeante y fresca, era la gaseosa más rica que había probado, me la tomé de un solo sorbo, sin pensar en las alimañas.
Un cielo estrellado
Cristian, el electricista, dijo: lámparas dicroicas y yo las llamé estrellas interiores. Las desventajas son que alumbran con una luz focal, tornasolada y demoran un poco en prender, dijo. Para mí eso le sumaba magia. Me acosté sobre las baldosas heladas y miré el cielo estrellado e imaginaba mi cielo interior, el que me regalaría el electricista y mi mamá.
—¿Quiere lámparas empotradas? Preguntó Cristian a mi mamá.
—No, no, empotradas no hace falta. -- respondió ella y yo pensé esa palabra empotrada es una palabra asquerosa.
Ella le explicó: —que cuelguen las lamparitas del techo, eso quiere mi hijo, como un cielo estrellado.
Pinotea
Hilda fue corriendo todos los muebles hacia el centro, se calzó unos guantes de tela, unos gruesos guantes que mi mamá usa para arreglar el jardín y sacó con cuidado la viruta de acero de la bolsa, la viruta de acero es como una virulana gigante y peligrosa, a mi me pareció el pelo afro de un robot si los robot tuvieran pelo afro. La apoyó en el piso de pinotea, lo frotó con fuerza y se desprendió un fuerte olor, olor a bosque, un recuerdo de los altos pinos plantados en prolijas hileras invadieron el living, con sus rectos troncos buscando el cielo y su decoración de piñas. Aparecieron también el mar y los caracoles. Ya estábamos en Pinamar, Hilda también lo sintió, se sacó el guante, acarició las vetas de los pinos y cerró los ojos y se dejó transportar y ya no era el triste living, era un bosque al lado del mar.
En ese momento mágico, interrumpí y le pregunté:
—Hilda ¿vos viste alguna alimaña por acá? ¿Vos limpias la viscosidad de las alimañas?
—¿Qué está diciendo, mi niño? No tengo ni idea de qué habla.
Va y Viene
—¿No pensaron en cambiarles los nombres? Preguntó Braulio, el veterinario.
—Ni loca, esos nombres se los puso mi hijo y están muy bien, son originales.
—Bueno, yo pensaba... dijo Braulio.
Le cuento: —comúnmente para que un gato no se desoriente en una casa nueva se le pone un poco de aceite de girasol en las patas, así marcan las huellas por los techos y luego ellos saben por dónde regresar. El método no es seguro pueden perderse igual, yo le cambiaría esos nombres.
—¿Puede ser aceite de oliva, en lugar de girasol? Pregunté yo, ni bien mi mamá me contó el truco.
Va es un gato negrísimo de ojos amarillos y Viene es un gato colorado. Esos son mis amigos desde que yo era chico y ellos también eran chiquitos, crecimos juntos y en esta casa nueva y un poco especial se desorientaron, estuvieron unos días perdidos y yo los extrañé muchísimo.
—Sí mami, me parece una buena idea, la de Braulio veterinario, ahora mismo les embarduno las patitas con aceite. Ya los imagino patinando por los techos vecinos.
(*) Fragmento de la novela “Alimañas en la casa nueva”, editada por Libros Silvestres.