El lunfardo consolador (I). Alberto Corvalán era un poeta que tenía contextura de azteca, pelo largo lleno de caspa, ojos de buey tuberculoso y alma amanerada y quejumbrosa que se expresaba en versos de un simbolismo totalmente incomprensible. Tenía, además, una amiguita, Jorgelina, y un puesto insuficiente de 35 pesos en alguna administración ignorada. Los 35 pesos mensuales y las veleidades de Jorgelina no eran compatibles, de modo que el tierno Alberto no era feliz ni disfrutaba de tranquilidad. Vivía en los confines de la ciudad, pero aspiraba a conquistar la gloria recitando sus poemas en cafetines de mala muerte y frente a un público de pobres y fracasados que lo que menos hacía era escucharlo. Jorgelina lo acompañaba a esos tugurios pero se aburría mortalmente delante de una menta con agua y luego, al volver a la casa, armaba terribles escenas que dejaban inconsolable al inocente Alberto. Poco tiempo después tuvo lugar la catástrofe. Una noche, Jorgelina desapareció, y a la mañana siguiente Alberto recibió una carta de la infiel diciéndole que se había ido con otro y que ya no volvería. El infortunado poeta salió medio loco, decidido a matarse, titubeando sólo en la elección de los medios. Pensó en un revólver libertador que pondría fin a sus males, pero se dijo también que no contaba con armas de esa clase ni de ninguna, y que los pocos centavos que tenía en el bolsillo no alcanzaban para comprarla. Hacía tiempo que había pasado el mediodía, por lo que, arrastrado por la costumbre, fue a almorzar a una fonda cercana a los muelles. El cuchillo que pusieron a su disposición no servía para degollarse. Apenas si la hoja consentía en cortar el modesto hígado de vaca que le sirvieron. Luego, pasó toda la tarde de aquí para allá meditando en los medios que la civilización ofrece al hombre para matarse, y sin aceptar los más prácticos y menos costosos, como ser aplastado por un carro o una locomotora. (1910)