"Una variante enriquecida del amor"

El zumbido suave del gas. La puerta del horno abierta. Todas las hornallas sin llama. Entiendo lo que pasa.
2 de julio 2017 · 00:00hs

El zumbido suave del gas. La puerta del horno abierta. Todas las hornallas sin llama. Entiendo lo que pasa. Golpeo la ventana de la cocina y los vidrios estallan. Cierro la llave de paso. Todo en pocos segundos. Recién en ese momento la veo. Mi madre está en el piso, bajo la mesa, como si se hubiese deslizado de la silla. Parece dormida. Me arrodillo frente a ella. Le grito para que se despierte de una vez. Hasta le pego una cachetada. No reacciona. La arrastro con dificultad hasta el pasillo del edificio. Una de mis manos sangra y le dejó un rastro rojo en el vestido floreado. Vuelvo a gritarle, esta vez no digo mamá, la llamo por su nombre pero nada. Nada. Parece dormida pero está muerta. Entonces me despierto.

No siempre sueño con ella. A veces mi inconsciente me da un respiro con imágenes más amables. Esta mañana por ejemplo confundí el sonido del teléfono con el timbre de mi casa de infancia. Busqué el aparato sin abrir los párpados. Fue un manotazo instintivo y sin suerte. Estábamos tomando mate y quería regresar a ese punto de encuentro. Era una imagen nítida. Ella cebaba en una calabacita mediana con base de cuero, de esas que se utilizan para que no se vuelque el contenido al apoyarla sobre la mesa. No alcancé a pegarle un sorbo a la bombilla cuando el timbre volvió a sonar.

Postal completa del desastre. Expertos se sorprendieron por la manera en que el choque de un solo barco destruyó varios arcos del puente metálico.

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—Atendé, nene —me dijo sin mover los labios. No es la primera vez que esta escena, que en realidad nunca ocurrió, aparece en mis sueños y se mezcla con la otra, la real, la de su muerte. Esa tarde de mi adolescencia cuando volví del colegio la encontré tirada en el suelo. No hubo carta ni mensaje de despedida. Se fue así nomás. Como quien atraviesa una puerta y deja una casa para siempre. Recuerdo con inaudita precisión la yerba derramada sobre el piso de granito.

La persistencia del sonido me hace abrir los ojos y ubicarme por fin en el espacio y el tiempo correctos: pasaron treinta años del frustrado encuentro con mi madre y estoy en mi departamento de la calle Viamonte, en el difuso límite entre Once y el Abasto, en el corazón de Buenos Aires. Balvanera se llama: un territorio que comparten judíos ortodoxos, peruanos, chinos y porteños de la primera hora. La melodía distorsionada del llamado atraviesa la habitación. Me duele la cabeza cuando la muevo. Siempre me pasa cuando bebo demasiado. Tengo la lengua pastosa, como si hubiese masticado harina. Al fin doy con el teléfono móvil que está debajo de la cama. Del otro lado, escucho la voz de Roberto Fernández Risso, Jefe de Redacción de Zona Cero, el semanario de actualidad donde trabajo desde hace quince años.

—Tano, ¿dónde mierda estabas? —me increpa sin detenerse en la formalidad de saludar.

Me tomo unos segundos para responder. Soy Luca Gentili, periodista. Mis ojos perciben el resplandor que se filtra por los costados de la cortina que cubre la ventana de la habitación. Puedo decir que estoy despierto. Miro la hora en mi reloj pulsera, un Swatch de esfera azul, que me regaló el propio Fernández cuando estábamos en plena etapa de romance profesional.

Son casi las dos de la tarde. Es lunes y según reglas no escritas, soy una suerte de esclavo voluntario de la profesión full life que elegí como medio de vida. Por eso debo levantarme aunque no quiera hacerlo. "Es como ser médico en guardia permanente", me explicó Fernán-dez cuando caí bajo su órbita laboral.

—Te odio desde el mismo día en que te conocí —le respondo. Y ante su nuevo insulto, exhibo mi mejor argumento—: Estoy de franco...

—El odio es una variante enriquecida del amor. A esta altura deberías saberlo. Y ya no es tu franco. Se suicidó el Prefecto Estévez. Vení enseguida para la redacción. Es tu tema.

Luego corta el llamado sin escuchar mi última queja relacionada con que los muertos nunca tienen apuro.

Me incorporo como puedo. Siento un lanzazo en la espalda, entre los omóplatos. Arrastro un viejo dolor en la columna producto de una caída. Gajes del oficio diría un detective. Pero yo no trabajo como detective, soy apenas un cronista. Unos tipos me arrojaron por la escalera del Casino de Mar del Plata cuando el empresario con el que estaba hablando descubrió que no era un operador bancario que lo ayudaría a lavar dinero sino un periodista interesado en contar sus negocios ilegales. Los médicos dicen que la saqué barata, se me dañaron varias vértebras pero no perdí movilidad. Sí me dejó un malestar intenso y permanente que me obliga a usar todo tipo de analgésicos. Hace un año descubrí, gracias a un amigo anestesista, el mejor de todos: la morfina. Es como una amante discreta y diligente. Siempre está cuando la necesito, no pregunta nada y me calma de inmediato.

Mi amigo se encarga de conseguirme un preparado en forma de jarabe que cargo en una petaca inglesa para evitar dar explicaciones. Salvo las personas más cercanas los que me ven beber del pequeño recipiente dos o tres veces al día creen que mi adicción tiene relación con alguna bebida alcohólica. Prefiero que se queden con esa idea. A los curiosos les digo que se trata de ginebra.

Lo cierto es que recurro al clorhidrato de morfina sólo cuando el malestar llega a límites insoportables. Es una bebida amarga que provoca vómitos y somnolencia pero con el tiempo logré tolerarla. La dependencia no me preocupa. El alivio es inmediato y bien vale soportar sus efectos. Hace un tiempo me propuse no utilizarla en las mañanas. Y cumplo. Me levanto sin apelar a ella.

A cada paso maldigo mi suerte. En el camino al baño piso diarios y pateo libros. Estoy leyendo Moby Dick, no entiendo cómo no perseguí a la ballena blanca durante mi juventud cuando tenía más tiempo para la lectura. Por entonces todavía era uno de mis vicios preferidos. No el menos dañino por cierto. Aunque pensándolo bien, tal vez éste sea el mejor momento para leerlo. Es la historia de una obsesión. Con los años aprendí que hay libros que te saben esperar.

Me topo con ropa tirada por todas partes. Nina, mi gata negra, duerme plácidamente sobre una camisa. Apenas levanta la cabeza y me mira, comprensiva. No parece alterada por mi brusco despertar, está habituada a mis maneras torpes. Los lunes en mi cuarto quedan los restos que deja la marejada del fin de semana. Sobre el equipo de música hay unas copas y una botella vacía del brandy español que más disfruto: El Gran Duque de Alba. Toda una postal de mi vida actual. Desde que mi mujer me dejó hace dos años, mi vida afectiva es caótica. Recuerdo dónde estuve antes de volver a la casa y que me acosté solo. No es un dato menor. A veces temo no registrar ni eso.

Me la paso diciendo que no quiero enamorarme porque se sufre demasiado. Mejor solo. Tengo la fe de los conversos. Ahora pretendo relaciones pasajeras y olvidables. Como si el amor fuese una cuestión de voluntad y no un rayo que te parte la vida y te deja estaqueado. Ya no recuerdo a quién le robé esa idea. Estoy en uno de esos días en los que se me confunden hasta las metáforas más sencillas.

Llego a la ducha. Sólo después de estar unos minutos bajo el agua tibia puedo decir que regreso al mundo de los vivos. Utilizo champú para bebé para limpiarme los párpados y las pestañas. Hay mañanas en las que me cuesta abrir los ojos. Un malestar que arrastro desde la infancia. Mi madre vuelve a ser un recuerdo vago y doloroso. Está parada frente a mí y me limpia los párpados con una gasa embebida en té frío. Puedo sentir el aroma a la infusión y hasta la suavidad de sus manos en mi cara.

Mientras me afeito vuelvo la atención sobre el Prefecto Estévez. Estaba cumpliendo prisión domiciliaria acusado por la tortura y desaparición de militantes políticos durante la última dictadura. Tenía que presentarse a declarar en los próximos días. Es mi tema, sin duda. A comienzos de año, después del suicidio de otro alto oficial le presenté a mi jefe una propuesta de nota: "¿Por qué se matan los que mataron?".

—Así contado parece chino —me dijo—. Sólo tenés un buen título y eso no alcanza, ponete a trabajar y volvemos a hablar en un par de semanas.

Roberto Fernández Risso es lo que se suele denominar un "pura sangre" del periodismo. Mezcla capacidad con un pésimo carácter. Le decimos "Beto Malo" para diferenciarlo de Roberto Clío, el viejo que hace las veces de recepcionista en el edificio donde funciona la revista y es un alma noble y generosa. Clío es "Beto Bueno". Pero lo más cuestionable de Fernández no es su mal genio sino que, en ocasiones, resulta demasiado obediente de las directivas de los dueños de la editorial. Aun ante el rechazo que me provocan sus concesiones, en estos años aprendí a respetarlo.

"Gracias al capitán Beto, este barco sigue a flote", vocifera cuando alguien se atreve a cuestionarle sus devaneos. Sabe que su afirmación es incontrastable. Más allá de esas justificaciones en nombre de la sobrevida de la revista, es un gran editor. El mejor que conoz-co. Puede sacar agua de las piedras. Quiero decir que puede hacer de un chico recién salido de la Facultad de Comunicación Social un periodista aceptable y de un escrito pobre, con problemas gramaticales y errores ortográficos, un artículo atractivo.

Con el tiempo se volvió un tanto cínico. Ni recuerda cuándo enterró definitivamente sus sueños juveniles, ni cuándo dejó de considerar que el periodismo puede contribuir a la conformación de una sociedad más justa. "Ahora sólo me dedico a hacer bien mi trabajo y que todos ustedes mantengan el suyo", explica. Se escuda en la idea de que es un "profesional". Nunca deja de actuar como un periodista pero a veces transmite órdenes absurdas. Es cuando se vuelve desagradable. En esos momentos sólo trato de quedar afuera de sus planes.

Algunos de mis colegas suelen justificarlo diciendo que es muy fácil criticar estando de este lado del escritorio, sin responsabilidad de conducción ni a cargo de la estabilidad laboral de un centenar de trabajadores. Es verdad, pero mantenerse en ese cargo no deja de ser una decisión personal. Y, por cierto, muy bien gratificada por los dueños de la empresa. Hace unos meses yo también tomé una decisión importante. Después de varios años trabajando en la revista como responsable de la Sección Política, le pedí a Beto Malo que me dejara ocuparme de los casos policiales. Desde entonces está irritado conmigo. Diría que lo tomó como una suerte de traición. Protestó, me dijo que ganaría menos como redactor y, en su enojo, hasta amenazó con despedirme. Sus reclamos no me conmovieron. Para mí era una cuestión de salud mental.

—Me cagás justo cuando más te necesito —se lamentó. Me había convocado a su oficina con el objetivo de disuadirme.

—No es algo personal. Me cansé de contar la política. Una cosa es intentar explicar lo que pasa y otra muy distinta es incidir sobre lo que pasa. En general para que la empresa obtenga algún beneficio... —le dije.

"Hace rato que pienso en dejar el periodismo para dedicarme a la literatura", le advertí ese día. No me tomó en serio. Me dijo que a lo sumo podría terminar atendiendo una librería o como lector de originales para una editorial. Creo que tiene razón. Hasta ahora sólo publiqué un par de novelas, valoradas por los amigos pero sin mayor repercusión en la crítica. Y soy, como la mayoría de los periodistas, un inútil para casi todo lo que no sea contar historias.

No le dejé opción. La empresa había decidido achicar la plantilla y en la gerencia de Recursos Humanos celebraban las salidas de personal. Podía irme si así lo decidía. No importa dónde. Una librería o una editorial me parecían sitios agradables. Además mi pedido estaba en línea con mi historia profesional. Mi primer trabajo fue en un diario de Mar del Plata, a los 22 años, como cronista de Policiales. Claro que por entonces lo único que hacía era transcribir los partes que nos enviaba la oficina de prensa de la Jefatura de Policía o los comunicados de los juzgados de turno. Nada más alejado de la verdad de los hechos que esas piezas mal redactadas que provenían de las antiguas Olivetti. Tardé un par de años en poder narrar delitos con independencia de las fuentes oficiales. También se me fue soltando la mano en la escritura. Cada vez describía mejor lo que veía o lograba recopilar.

Aprendí a caminar la calle y a valorar un buen dato. Por entonces leía todo lo que caía entre mis manos. Leer es indispensable para laburar en esta profesión. Les robé mucho a los viejos maestros que había en aquella redacción. Entre tanto burócrata se destacaban algunos tipos conservadores y desconfiados pero periodistas por pasión y necesidad. Comprendí rápido que éste es un oficio que se aprende ejerciéndolo, sólo hay que estar atento a los que saben. Escuchar en silencio. Copiar a los buenos. El resto es algo de talento y mucho de persistencia.

La situación era demasiado buena. No podía durar. Cuando más a gusto me sentía cubriendo delitos, me cambiaron de sección. Revelamos en varios informes la relación entre dos comisarios y una banda de contrabandistas que operaba en el puerto. En el negocio también estaban involucrados varios funcionarios. Ante las quejas de las autoridades, me pasaron a cubrir noticias municipales. Desde entonces me dediqué al periodismo político. Y como lo verdaderamente interesante en política pasa en Buenos Aires comencé a mandar cartas a todos los diarios de tirada nacional. Ya que hacía política quería jugar en las ligas mayores. Pasaron varios meses hasta que me llamaron para reemplazar a un cronista que se jubilaba. El sueldo que me ofrecieron era escaso pero decidí mudarme a la Capital Federal de inmediato. Por alguna recomendación, cuyo autor desconozco, a los pocos meses me convocaron a trabajar en Zona Cero, el último gran proyecto de Fernández Risso.

El Flaco, como le dicen sus amigos, ya era considerado un verdadero artista a la hora de combinar calidad periodística con buenos negocios editoriales y eficaces movidas de marketing con denuncias y escándalos. Cuando lo conocí estaba algo excedido de peso. Pero cuando lo invitaban a participar de algún programa de televisión se transformaba, parecía un galán de cine. Se lo veía como lo que es hoy, un tipo inteligente y provocador. Siempre con trajes confeccionados a medida y corbatas de seda de colores vivos. Impecable. Hoy mantiene la elegancia pero con veinte kilos menos. Una vida intensa, sus idas y vueltas con la cocaína y una esposa mucho más joven lo fueron transformando físicamente. Sus enemigos del periodismo y de la política, en cambio, no tienen piedad: "Lo único que engorda en Fernández Risso es su ego". Un dato curioso. El director de Zona Cero, uno de los hombres más seguros que conozco, es vulnerable a cualquier crítica por más pequeña o mal intencionada que sea. Pocos lo saben pero es muy fácil afectarlo. Se desequilibra. Sus reacciones entonces suelen ser brutales y desproporcionadas.

Mis primeros años en la revista fueron duros. En esas jornadas interminables completé mi formación profesional. Recorriendo calles, bares y despachos aprendí casi todo sobre Buenos Aires, una ciudad tan hostil como deslumbrante. Destapamos varios casos de corrupción, lo que nos trajo prestigio y buenas ventas. Al cumplir una década de su lanzamiento, la revista se vendió al mayor grupo de medios del país y aunque los nuevos dueños decidieron mantener a gran parte del staff y aseguraron que querían preservar el espíritu "rebelde e independiente" que caracterizaba a la publicación, todo se hizo más complejo y comenzaron las presiones.

Fue entonces que decidí reinventarme. A los cuarenta y dos años volver a contar crímenes como cuando comencé podía aparecer como un retroceso. Pero realmente no lo veía así. En esta parte del mundo, las manchas de sangre y la violencia revelan más cosas de una sociedad que muchos tratados políticos o estudios sociológicos. "Cobro un poco menos pero disfruto más", fue la síntesis que expuse ante la perplejidad de mis amigos y colegas. En palabras de Fernández Risso, en cambio, "cada uno se escapa como puede". Quién sabe.

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