Una sociedad sin límites
La muerte de Nisman. Mientras la Justicia exhibe una vez más su ineficiencia para esclarecer un crimen complejo, la política muestra toda la perversidad de la que es capaz con tal de sacar partido, incluso de una muerte.
22 de marzo 2015 · 01:00hs
El funcionario hizo detener la caravana de autos en la que viajaba y con su propio celular tomó algunas fotos de los afiches que el viernes pasado inundaron la Capital Federal. La comitiva de seguridad se impacientó cuando el alto delegado de la cancillería de un país extranjero que visitaba Buenos Aires bajó imprevistamente de su coche protegido. El hombre, de vasta trayectoria diplomática en todo el mundo, no resistió el impacto que la causó ver la foto del fiscal Alberto Nisman rodeado de modelos en actitud festiva y bajo la leyenda “#Todos somos Nisman?”. “Es interesante averiguar cuáles son los límites éticos que una sociedad se impone frente a una muerte injusta y no esclarecida”, le dijo a un cronista que acompañaba a esa delegación. “Parece que con este caso no hay límites de ningún tipo”, sentenció. No se equivocó.
La causa judicial iniciada el 18 de enero y todo lo que la rodea da cuenta de una voracidad inescrupulosa. La Justicia se mostró ineficiente, otra vez, para afrontar con ciencia y rigurosidad el momento inmediato a la aparición del cadáver. La política no trepidó en exhibir su torpeza y, a esta altura no hay dudas, su deseo de torcer la historia para obtener el provecho propio a costa de la verdad. Una buena parte de la sociedad se montó en el disparatado clima permanente de estos tiempos de separar entre amigos y enemigos y dividió bandos sin el menor fundamento entre los que sostienen suicidio u homicidio. En todos los casos, la muerte de un fiscal de la Nación importa casi nada. Es la excusa para sostener esta batalla de ineficiencias y castigos al otro. Tétrico.
El jueves pasado, a las 17, arribaron a algunos canales de televisión porteña un conjunto de archivos prolijamente anillados y con indicaciones resaltadas en los que aparecían fotos de la escena que rodeaba a la muerte de Nisman con una suerte de prospecto explicativo que concluía, a veces de manera tácita y otras no tanto, que se estaba frente a un asesinato. Esos documentos no salieron sino de los que tienen acceso a la causa: la jueza, la fiscal, la querella de la ex esposa del fallecido y el defensor del imputado por facilitar el arma. Si la intención de las fotos y las explicaciones era contar que al momento de la llegada de las autoridades el piso 13 del departamento de Puerto Madero era un caos irregular (lo era), y que las manchas de sangre no coincidían con los libros que describen la mecánica de un suicidio, la autoría de esa entrega de material procesal sólo puede caer en la cabeza de una de las partes muy bien asesorada por algún experto en espías argentinos (o espía en retiro), acostumbrados a las trapisondas que ensucian la verdad.
Y, aquí, otra vez los límites: ¿nadie sintió reparos cuando decidió hacer circular por los canales de televisión las fotos de un hombre muerto tirado en medio de un charco de sangre? ¿Vale más (por lo que pueda costar el nombre de una persona, por lo que económicamente pueda reportar eventualmente) perforar todo atisbo de dignidad ante un fallecido que sostener seriamente en los tribunales la posición procesal que sea? Ni hay límites ni nada vale más.
Pocas horas antes de ese episodio, otras fotos superaron cualquier coto ético para sacar supuestas conclusiones ante este caso. Fueron las de Nisman veraneando en lugares costosos, codeándose con mujeres habitués de la noche porteña, o reconociendo el rostro de profesionales de la nutrición asignadas por contrato discrecional a la fiscalía encargada de esclarecer el atentado de Amia. Seamos claros: si el fiscal dilapidó 32 millones de pesos anuales de fondos públicos en frecuentar modelos bonitas o chapoteando en playas aristocráticas es una afrenta, no para la comunidad judía y la argentina que reclaman justicia por las muertes del atentado sino para este modo de pensar la República en donde se cree que siempre hay un fin supralegal que admite repartir el dinero a gusto del inquilino de turno del poder con la tranquilidad de no tener que rendir cuentas de él. Nisman pasó 11 años en función, tiempo en el cual procuradores como Alejandra Gils Carbó pudieron sumariar en dos días al fiscal José María Campagnoli y dejaron de ver esta presunta irregularidad. ¿Nadie notó que Nisman, según se dice, tenía un nivel de vida no acorde a sus posibilidades económicas? Esto es un hecho grave pero secundario si se lo enmarca en la irrefutable realidad de que ese hombre está muerto sin saberse judicialmente la causa. Muerto sin poder defenderse. Muerto sin que esa muerte sea explicada por las fotos con una o varias modelos.
Sin embargo, la mayor muestra de aquel síntoma relatado por el diplomático extranjero a la hora de pintar nuestra sociedad es la desesperada decisión de los que en 90 días quedarán consagrados como candidatos a presidente con chances de serlo de ordenar a sus equipos de campaña sondear cómo los afecta la muerte de Nisman y, eventualmente, diseñar políticas que los separe y “los limpie” de esa consecuencia. Ahora es uno de los más renombrados líderes en comunicación que trabaja exitosamente en una de las campañas políticas el que grafica a este cronista la situación. “Mi cliente me dijo: ya a nadie le importa la muerte de Nisman”, contó. “Lo que hace falta es despegarse de la investigación con una buena bomba de humo. Hay que desviar la mirada de la fiscalía y lograr, a como dé lugar, que se enfoquen en las urnas de agosto”. Clarísimo. Y patéticamente sintomático, si es que esa verdad nos representa.