Este año, en su primera década de vida, el Personal Fest fue coherente con su programación: los mejores shows fueron los que cerraron cada una de las noches: Arctic Monkeys, el sábado, y MGMT, anteanoche. Los ingleses de Sheffield, en su mejor momento: maduros, elegantes y seguidos por una multitud de chicas y chicos, los más jóvenes de la masiva concurrencia del festival. Los norteamericanos originarios de Connecticut llenaron la noche de psicodelia, sin concesiones, y terminaron a puro baile futurista, minutos antes de los fuegos artificiales del final de la celebración por los 10 años.
Cuarenta mil personas en dos jornadas, tórridas de día y fresca por la noche, con el rock como contenedora de las más diversas formas y sonidos, una treintena de bandas en acción en tres diferentes escenarios, y varios entretenimientos entre los largos senderos de Geba San Martín, desde una peluquería y un karaoke a videojuegos y el Personal Kids para los más chiquitos.
Y si bien Arctic Monkeys y MGMT coronaron el festival con sus shows -contrapuestos no sólo en lo musical sino además en la estética, el flower power del primero y el blanco y negro del segundo-, serán recordables los recitales de los energéticos The Hives, los hoy oscuros Echo & the Bunnymen, los sensuales Morcheeba y la potencia de la protesta de Calle 13 y Molotov.
Lo mejor del sábado empezó al atardecer. Al menos en lo que se refería a las expectativas. Un par de temas le bastaron a James McCartney para dejar en claro que con la portación de apellido no basta. El hijo de Paul se presentó con su trío eléctrico y sus canciones, y si bien posee un buen tono vocal, una nebulosa envuelve a su música, casi siempre baladas beatles perseguidas por el fantasma de Kurt Cobain. El hombre aporrea la guitarra eléctrica, a veces toca el bajo, y el pensamiento que flota sobre las aproximadamente 500 cabezas presentes, es que el corpulento James pudo llegar al gran escenario sólo porque es el hijo del ex Beatle. Un rato antes, a pleno sol, Nico Cota la rompió en el escenario Samsung. Junto a una banda encabezada por el guitarrista Matías Rada, el hijo del Negro Rada. Funk del mejor, con un Cota cada día más innovador y el inmenso barbado saliendo a defender a puro groove la idea de que generalmente los hijos de músicos también son buenos músicos.
La primera impresión sobre Ian McCulloch subiendo al escenario es que se parece a algún pesonaje de estrella de rock quemada de Capusotto. La segunda y definitiva impresión es que a McCulloch la vida lo pasó por encima de golpe pero que eso le da un plus a él y a Echo & The Bunnymen. Los británicos arrancaron con “Rescue”, del álbum debut “Crocodiles”, de 1980, en pleno post-punk. Casi adolescentes. El grupo está intacto, y McCulloch, al frente, con su voz gastada le da un giro depresivo y oscuro a la banda que tuvo un efímero brillo en los 80 y que luego fue eclipsada en los 90 por el britpop. Suena “Killing Moon” y McCulloch prende un cigarrillo como antes, pero lo arroja al suelo a la segunda pitada, y llega sobre el final “Lips” y entonces todos sabemos cúanto le deben bandas como Coldplay, The Flaming Lips y hasta Glasvegas a los “hombres conejos”. Encima, hubo tributos en medio de algunos temas: a los Doors y al “doo doo doo...” de Lou Reed.
The Hives es “el mejor grupo de rock sueco” según dice, socarronamente, el cantante Howlin’ Pelle Almqvist, en un español que se hace entender en todo momento. “¿Están preparidos (sic) para escuchar al mejor cantante de rock sueco?”, grita otra vez y es como si estuviéramos frente a Jim Carrey. Rock and roll, acrobacias, energía sin descanso y sin silencios, adrenalina, sudor, voces filosas, cuerpos de goma, guitarras chirriantes, Almqvist y Los del Fuego... ¿Quién dijo que los suecos eran fríos?
Se sabe, el sábado terminó con Arctic Monkeys, la monada que alguna vez fue una banda adolescente. Este nuevo regreso a la Argentina los encuentra en su mayor madurez. Alex Turner, líder, cantante y guitarrista del grupo, en un bolsillo del ajustado pantalón guarda las púas y en el otro el peine para pasarse, entre tema y tema, sobre su jopo surcado de gel brilloso como una luna. Parece un crooner de otros tiempos. Como un Jamie Cullum del rock. Turner es la nueva estrella del rock, canta cada día mejor, y él lo sabe, por eso en vivo se mueve como un ganador, indiscutiblemente pendenciero y arrogante. Canta “Do I Wanna Know?” como un cantante de jazz de los 50, en blanco y negro, y las chicas gimen de placer y balbucean las letras. Y los chicos también... Mejor esto a que estén derritiéndose con One Direction o Miley Cyrus.
Del vodka al martini. El domingo Molotov pegó más duro que el sol que a las 6 de la tarde terminaba de fundir la carpeta plástica que cubría el piso. Antes habían tocado Nairobi y Lucas Martí, dos propuestas originales y, al mismo tiempo, con poco público en el festival. Molotov, embanderados con “los 43 estudiantes desaparecidos en México” (“vivos se los llevaron vivos los queremos”, dijeron) dio un recital tan potente como redondo, bajando un poco el volumen de otras veces y basando la presentación en éxitos como “Chinga tu madre”, “Gimme the power” y “Puto”. Tras cartón, el turno de Morcheeba. Fuje como pasar del vodka a un martini dry. Liderados por la sensual Skye Edwards la banda desplegó sobre el crepúsculo porteño una maraña de acordes hipnóticos. Reflejos naranjas en el cielo, una guitarra slide y la voz de Skye diciendo pícara “eso que huelo que están fumando es la rosa preferida de Morcheeba”.
Calle 13 otra vez en el Personal Fest. Arenga política de René, manifiesto rebelde, un par de temas nuevos y un show impecable con temas como “Fiesta de locos” , “Baile de los pobres” y “Nadie como tú”. Condensación rítmica y política de Latinoamérica que René, Visitante y los suyos lo hacen como nadie.
En el cierre del festival MGMT demostraron que el tiempo no existe, que la psicodelia sigue, que el cuelgue de comienzo de siglo que los tuvo bien alto en el reino del rock sigue estando allí, al alcance de la mano. Todo parece alucinado en MGMT, desde los videos coloridos, desfigurados, ácidos y oníricos, hasta su cantante Andrew VanWyngarden, con toda la pinta de líder soñoliendo y desprolijo. Claro, es sólo la pinta engañosa del flaco, porque ni bien enchufa la viola y acerca su boca al micrófono, la maquinaria empieza a andar de maravillas, como si fueran los Floyd del siglo XXI. Luego, los fuegos de artificio coronaron la noche de los 10 años del Personal Fest.
