Por motivos muy distintos la bicicleta ganó terreno en las calles rosarinas. Primero, porque es un medio de transporte económico que, para los que cuentan las monedas para llegar a fin de mes, resulta vital. Ir a trabajar de una punta a la otra de la ciudad, con borcegos, ropa de trabajo Ombú y bolsillos flacos, sin tener que recargar la tarjeta sin contacto ayuda, poco, pero ayuda. Al menos a pedalear con ganas.
No es poco lo que se ahorra cuando se anda en dos ruedas. Dinero, sin dudas. Estrés, sobre todo, y no importa si se viaja en colectivo, apretujado como en el pogo de un recital de los Redondos, con o sin aire acondicionado o contando las monedas para pagar el precio justo, o en auto, haciendo slalon entre autos en doble fila, taxistas enamorados de Rolando Rivas y el ojo idiota de las cámaras de videovigilancia buenas para nada.
La bici, el regalo más pedido a los Reyes Magos desde que el mundo es mundo y Gaspar, Melchor y Baltazar tienen la ardua tarea de hacer felices a los niños, los iguala a todos.
A los chicos que andan con rueditas por la veredas, a los obreros que pedalean pesadamente por Pellegrini cuando el sol recién asoma y también a los Masa Crítica, que lucen orgullosos, colgado en el sillín de la playera, el cartelito de “Un auto menos”.
Como el viernes pasado, que no hay uno que no crea que es el mejor día de la semana. Más a la tardecita, en verano, cuando el sol empieza a aflojar y hay que tomar la decisión de ir al gimnasio o al happy hour.
Un puñado de valientes, esos que se animan a desafiar los 36º de térmica, les dijeron “no” a los Mojitos de Rock&Feller’s y se juntaron frente a las piletas del parque Alem para disfrutar de la luna llena como si fueran astronautas de la Apolo 11.
A su alrededor, la semana se hacía añicos. Un psiquiatra capaz de recitar de memoria “Luna cautiva” más que a Lacan, un abogado con veleidades de Lance Armstrong, una médica que dejó los pacientes, las salas de guardia y los recetarios por las acrobacias en tela y hasta un buen hombre, recién separado, que huyó de Baigorria con lo puesto cuando le desvalijaron la casa. Es que imaginaba su lugar en el mundo y no lo era.
Quien más, quien menos, todos tenían esperanzas de que el Bike Luna Llena, que había organizado AcaparTrek la noche del primer viernes de febrero, era un buen plan. Mejor que dejarse engullir por el sillón del living mientras Santiago del Moro y su troupe de entendidos en nada contribuían a la confusión general, sin decirlo, sin la ironía, pero sobre todo sin la honestidad de “La noticia rebelde”, allá lejos y hace tiempo.
La travesía arrancó un poco más tarde de los estipulado, justo a tiempo para que los que se habían sumado al desafío sin nada que perder se asombraran al ver el disco sangrante cuando empezaba a asomar sobre las arboledas tímidas de Ibarlucea que tienen a sus espaldas al Paraná, ese que Adrián Abonizio bautizó el “Río marrón” y que la voz de Juan Carlos Baglietto inmortalizó en los tiempos de oro de la Trova Rosarina.
Setenta ciclistas, ni uno más ni uno menos, recorrieron los 22 kilómetros que, por caminos rurales de Baigorria, Ibarlucea y el norte de Rosario, prometía el programa que, cada año, esperan con ansiedad los amantes de la aventura.
Y no es para menos: pedalear en silencio, iluminado solo con la luz de la luna, por senderos polvorientos, accidentados, serpenteantes y lo mejor de todo, a años luz de los automovilistas, es irresistible.
El líder del grupo, Carlos Moscato, lo intentó explicar antes de la salida, cuando la ansiedad cosquilleaba en las zapatillas de los participantes. Pero fracasó. Hubo que cruzar el zanjón, que parte al medio la monótona geografía del antiguo cordón industrial, para entender de que hablaba. De la Luna, la que pisaron Neil Armstrong y Michael Collins el 20 de julio de 1969, y que después de pedalear con esmero se deja ver en su verdadera magnificencia.
“Desde que lo hicimos por primera vez, tres años atrás, el Bike Luna Llena es un éxito, no sólo porque la gente se engancha, lo pide, lo espera, sino porque inevitablemente sale bien”, contó a La Capital Jorge Vagliente, dueño de AcamparTreck, quien viaja junto a su mujer y su hijo en el auto de apoyo que acompaña a la caravana. “¿Sabés por qué sale bien? Porque le ponemos buena onda. Eso es lo que importa”, se animó.
Lo cierto es que, en la ciudad que tiene más kilómetros de ciclovía por habitante del país, que un paseo en bici sea un éxito no debería ser extraño, pero lo es. ¿Por qué? La inseguridad. En los mejores lugares para pasear en bicicleta de la ciudad, desde que se fue Gendarmería, recrudecieron los robos a los ciclistas. “Hay que andar con cuidado, en grupo, porque hay lugares peligrosos”, dijo serio el experimentado Alejandro Distéfano.
Y, aunque resulte increíble, la razón se la dio una voz gutural que, al atravesar a paso de hombre la avenida Orsetti, emergió ominosa desde lo profundo del cementerio. “Cuidado cuando crucen el túnel, los pibes del otro lado están muy picantes”, advirtió entre las tumbas, en la oscuridad. Pero no era un fantasma. Era Raimundo Acate (“El Cordobés”), quien cuida el camposanto por las noches, preocupado por los visitantes nocturnos.
De ahí en más, salvo los perros, que no se cansaban de ladrarle al abigarrado grupo de ciclistas, y la voz de mando de Moscato, quien ante cada accidente aconsejaba por dónde ir y cómo hacerlo, no se escuchó nada más, salvo la respiración entrecortada que, por el esfuerzo de no hacer lo que nunca se hace con tantas ganas, animaba la noche. Y la Luna, silenciosa, ya blanca y radiante, que lo miraba todo con misericordia.