En una librería, todo puede pasar. O casi todo.
Años atrás, cuando todavía disponía de ese preciado bien llamado tiempo, eran muchas las horas que destinaba al vagabundeo entre las largas filas de estantes. Y había librerías donde, literalmente, uno podía perderse.
La vieja Ross, por ejemplo, impactaba por la infinita cantidad de títulos de los que disponía. Una habitación situada al fondo y a la izquierda del salón principal incluía, casi completa, la legendaria colección Austral de Espasa Calpe, con sus cientos de títulos. De ese lugar secreto supe extraer tesoros que hoy releo con cierta nostalgia: el Stevenson de La flecha negra, David Balfour o A través de las praderas, por ejemplo. Joyas para un lector que mantenga el espíritu juvenil. ¿Quedan?
En otro sector de la planta baja, un mueble contenía (también completa, o casi completa, y ordenada por número) otra colección maravillosa: Alianza bolsillo. Su delicada mixtura de clásicos, ensayos, narrativa contemporánea y maravillas heterodoxas obraba como un imán para mis manos curiosas. Ahorraba en tabaco (y en lo que podía) para comprarlos (no eran nada baratos). Pero así me hice de Lovecraft íntegro en las maravillosas traducciones de Francisco Torres Oliver (oh Cthulhu), del Dashiell Hammett de La llave de cristal, Cosecha roja, El agente de la Continental o La maldición de los Dain, el Nietzsche de La genealogía de la moral, Ecce Homo, Así habló Zaratustra, Más allá del bien y del mal o El nacimiento de la tragedia o las divertidísimas historias sobre animales de Gerald Durrell, el hermano del autor de El cuarteto de Alejandría.
En un sector especial, brillaban los libros de poesía. Y fue allí donde encontré (o fui encontrado por ellos) La voz a ti debida y Razón de amor, del enorme y olvidado Pedro Salinas, la cuestionable (pero única) traducción de Elizabeth Azcona Cranwell de los Poemas completos del galés Dylan Thomas y las maravillosas antologías (las tapas eran de color gris) bilingües de la poesía alemana, francesa, norteamericana, inglesa e italiana publicadas por la librería y editorial Fausto. De ellas, tengo especial amor por las grandes traducciones de Robert Desnos y René Char que hizo el querido Raúl Gustavo Aguirre. Por ejemplo, este texto de Char —combatiente de la Resistencia antinazi en Francia— llamado Fidelidad:
Por las calles de la ciudad va mi amor. Poco importa hacia dónde en el tiempo dividido. Ya no es mi amor, todos pueden hablarle. Ella no recuerda ya; ¿quién en verdad la amó?
Busca su igual en el ruego de las miradas. El espacio que recorre es mi fidelidad. Dibuja la esperanza y suavemente la despide. Es decisiva sin que tenga que ver en ello.
Yo vivo en su profundidad como un despojo feliz. Sin que lo sepa, mi soledad es su tesoro. En el gran meridiano donde se inscribe su vuelo, mi libertad lo excava.
Por las calles de la ciudad va mi amor. Poco importa hacia dónde en el tiempo dividido. Ya no es mi amor, todos pueden hablarle. Ella no recuerda ya: ¿quién en verdad la amó y la ilumina desde lejos para que no se caiga?
Todo puede pasar en una librería, y a veces pasan cosas insólitas. No me acuerdo en qué gran librería porteña tuve el placer inefable de tropezarme con tres ediciones distintas de El banquete de Platón cómodamente instaladas entre los libros de cocina.
También pueden aparecer la amistad o el amor. Pero esa es otra historia.