Hasta ahora el problema de la inseguridad se ha tomado como un problema policial y judicial. La ecuación que todos tienen en mente es simple: hay más delincuentes, por tanto debe haber más y mejores policías que los aprehendan y los lleven a juicio y jueces que les impongan penas.
Esa posición, que podríamos decir mayoritaria, tiene a sus lados una que agudiza la pretensión punitiva del Estado y otra que insiste en la marginación y exclusión social previas que generan el fenómeno de inseguridad. Y entre medio, el creciente consumo de estupefacientes, un problema del que todos hablan de costado, sin decir francamente cuál es la política a seguir.
Hoy la cuestión excede largamente ese marco. Por empezar el problema no es la droga: es la miseria estructural, hecha carne en miles de rosarinos, y de argentinos expulsados ellos o sus padres de regiones más míseras. En todos los países del mundo se vende y se consume. Pero sólo estallan guerras narcos en los países carcomidos por la miseria. La inseguridad que estamos sufriendo es el último escalón de la miseria y de la descomposición social. Antes han dejado de funcionar los servicios esenciales (electricidad, ferrocarriles), se han tornado imposibles la vivienda y la educación, la urbanización está degradada. Una porción importante (¿qué importa si es 30 por ciento o 20?) ha quedado afuera de todo.
De esa miseria estructural, de la educación inexistente, afloran los niños desnutridos, mal alimentados. Y los sobrevivientes de esos niños desnutridos, a los que no ha llegado la educación y menos las posibilidades de trabajo, son los que fácilmente hoy en Rosario, consiguen una pistola 9 mm., un arma igual a la que tienen los policías. ¿Qué sensación de poder significa tener posibilidad de vida o muerte sobre cualquiera? ¿Qué significa tener la misma autoridad o más en un barrio que la policía? ¿Qué significa tener en un barrio poder para tratar a la policía de igual a igual, o incluso hallarla subordinada, sea por temor o por espuria complicidad a los jefes narcos?
Muy difícil es cuantificar el número de soldaditos. Se ha aventurado una cifra de más de 300 bunkers, que podrían tener un promedio de cinco soldaditos (hay algunos vecinos que mencionan algunos con ocho o diez). Un abogado (habitual defensor) aventuraba un número de sólo 700 soldaditos, pero de 40 sicarios, o sea asesinos profesionales. Para comparar: la Policía Comunitaria suma 400 efectivos, la Policía de Acción Táctica, 350.
El problema, pues, no puede plantearse ya como una cuestión de policías que detienen personas, luego sometidas a juicio, en debate oral y público; o en arreglos (que la ley prevé) de procesos abreviados.
Tenemos que pensar que más bien estamos prácticamente en una situación de guerra civil, en la que bandos inorgánicos se enfrentan cotidianamente. Una guerra sin reglas, sin prisioneros, sin frentes, pero con clara vocación de dominio territorial. Con muchas explicaciones sobre su origen, pero ninguna justificación. Con jefes que encuentran fácilmente soldaditos, por poco dinero o por unos gramos de droga. Y que hay un ejército (para mí de no menos de 1500 soldaditos) que tenemos que "desmovilizar".
Para eso queda un solo camino: que haya una fuerza (que solo puede ser la del Estado y poco importa si nacional, provincial o municipal) capaz de desarmar sistemáticamente a esos grupos. O sea, el primer paso es una fuerza de seguridad, responsablemente entrenada, organizada y dirigida.
Una vez cortados los canales de aprovisionamientos de las armas y sacadas de circulación en forma metódica, habrá que darle contención a los soldaditos reales o potenciales, con una línea que se vea clara y precisa: la única alternativa es la reinserción en una sociedad pacífica (lo que significa que se le brinde acceso inmediato a nuevos paradigmas de trabajo, educación y vivienda y en la mayoría de los casos, tratamientos de desintoxicación previos), reinserción que será tanto menos traumática cuando más rápidamente accedan a ello, deber inexcusable del Estado. Si no, la etapa intermedia, será la pena (útil) a través del sistema judicial.
Ello implica una fuerza de seguridad operativa, idónea, que no cambie libertad por dinero, que no amenace con plantar armas para generar causas, que no genere números de autoengaño, sino que recupere el territorio, hoy en poder de esas bandas armadas. Y que lo haga sin violencias, con la mínima fuerza indispensable (como rezan los protocolos policiales), pero con constancia y decisión permanente.
Esa recuperación de la presencia justa del Estado es indispensable para que puedan volver a funcionar todas las demás instituciones sociales. Es un paso previo y inexcusable que el Estado retome el uso exclusivo de la fuerza, hoy diseminada entre los grupos violentos. Pero simultáneamente, con tanta velocidad como sea el desarme, deberá ser la reinserción social de la "mano de obra desocupada". No tiene sentido que se allanen bunkers, o se los destruya, pues esos desocupados se dedicarán a otra actividad también ilícita (el fiscal regional ha relacionado el aumento de las entraderas con la disminución de bunkers). No deben preocuparnos las rutas de blanqueo de dinero. Para blanquear se necesitan papeles y los papeles suelen ser más fáciles de seguir que las balas. Son más lentos, dejan más huellas.
El Poder Judicial deberá contribuir a ese objetivo. El gran cambio deberá ser que no solo está para garantizar los derechos del imputado y la víctima, sino para promover que las penas (cuando correspondan) apunten a la reinserción social. Con ese criterio las penas alternativas (fundamentalmente las detenciones domiciliarias) no serán una parodia, sino que contribuirán a la seguridad. Los otros poderes -Ejecutivo y Legislativo- no pueden desentenderse de una cuestión que es fundamentalmente de decisiones políticas.
Los ciudadanos en su conjunto deberán también asumir su parte. Olvidarse de las soluciones facilistas (pedir más policías, "mano dura" o pena de muerte), seguir atentamente a dónde van los fondos de sus impuestos (publicidad de cualquier oficialismo, obras de embellecimiento prescindibles). Y, para ser claros: tan rápida como la ocupación del territorio debe ser la tarea de promoción humana, empezando por los más vulnerables.
Luis María Caterina / Juez penal de Rosario