Sábado casi primaveral, un sol que invita a hacer cualquier cosa menos estar encerradas en un auditorio con luz artificial. Unas trescientas maestras participando de unas jornadas pedagógicas. Falta poco para el mediodía. Una de las coordinadoras de la actividad anuncia al grupo, entusiasmada: "Hay una muy buena noticia: teníamos cinco ponencias para compartir, pero se sumaron dos más". Las asistentes aprueban la novedad con un aplauso sentido.
Otro sábado. Más de dos mil docentes en un estadio deportivo escuchando una conferencia sobre inclusión escolar. Ya es un clásico que toda la aparatología que se utilice en cualquier encuentro con maestros nunca funciona óptimamente: hay que golpear el micrófono, preguntar unas 20 veces si escuchan quienes están al final, corregir imágenes editadas y recién respirar cuando termina la disertación. La etapa de las preguntas abiertas es para otro capítulo. Nada impide que se siga atendiendo. En la pausa para un mate o café, un maestro comenta: "Cuando termine este curso me va a faltar algo, me encantan estos espacios de formación". Y nadie le discute.
Un aula con estudiantes secundarios. A un costado está sentada una alumna con su bebé, no tiene con quién dejarlo. La adolescente agradece la solidaridad de sus compañeros, la paciencia de los profesores. La reportera gráfica que estaba en el lugar no tarda en retratar esa bella imagen. Hasta que una directiva pide reserva de las identidades de esta historia. "El ministerio no lo permitiría", explica sobre la presencia del bebé en clases y, como si hiciera falta, agrega: "Y a nosotros nos interesa que ella siga viniendo, que termine la escolaridad con sus compañeros".
Fin de semana. En forma desesperada una directora pide ayuda para encontrar a dos de sus pequeños alumnos que desaparecieron del barrio. No se conforma con derivar la denuncia. Sabe que hasta que no los vea otra vez no tendrá respiro. Conoce mejor que nadie que la escuela puede ser un buen lugar para cambiar el horizonte de sus vidas.
En una entrevista reciente, una maestra de adultos compartía sus resistencias a la política del "cumplimiento", mejor dicho del "cumpli-miento" que imponen las demandas de quienes viven en otra realidad. "Prefiero la política del compromiso", contraponía para reforzar ese lazo que todo educador entabla con las reales necesidades de sus alumnos.
"Militante y humanista de la vida". Algunas de las razones con las que una secundaria argumentó a favor de llamarse "Rubén Naranjo". Y que, en el mismo sentido de valorar a los que luchan y hacer ejercicio permanente de la memoria, otras eligieron nombrarse "Carlos Fuentealba" o "Pocho Lepratti".
"Como escuela y país, necesitamos formar buenos técnicos y buenas personas", resumía como premisa de tantos años de docencia un profesor que le dio pelea en los 90 a las políticas neoliberales que le pegaron feo a esta enseñanza. El mismo al que hace dos años las actuales responsables de la Regional VI de Educación le "llamaron la atención" (en realidad fue un vulgar apriete) por expresar en el diario sus opiniones sobre la educación técnica en la provincia.
En plenas vacaciones de invierno, una maestra muy joven contaba por las redes sociales que tenía mucho trabajo para corregir. No quería desaprovechar que su pequeño hijo se acababa de dormir y se puso a revisar esos trabajos. Ni siquiera sirvieron los consejos de madres/docentes más experimentadas que le sugerían que descansara también. Sólo respondió: "Se me hace agua la birome".
Bella metáfora para hablar de la vocación docente en el siglo XXI. Igual que aquellos que disfrutan de un sábado formándose con otros sin que medien puntajes o certificados, los que defienden la modalidad porque saben que alfabetizar es la oportunidad de revertir una historia de injusticias sociales. O bien quienes con el nombre para la escuela imprimen la identidad con la que eligen educar. En todas estas decisiones pequeñas, cotidianas, a largo plazo o que representan proyectos de educación, hay vocaciones.
Los maestros no son ni ángeles ni apóstoles (como expresara la pedagoga Rosa María Torres en su artículo "El día en que todos los maestros son santos"). Es más, en la docencia abundan los que eligen la comodidad de la "normativa vigente", de aplicar sin mayores cuestionamientos los "proyectos oficiales que bajan", que no traen problemas y permiten cobrar el sueldo a fin de mes sin mayores sobresaltos.
Pero por suerte son muchos más los que sostienen las escuelas, hacen presencia cuando el Estado mira para otro lado, desafían a los patrones que manejan la educación privada como estancias y se involucran con las luchas que no se limitan al aula. Ni ángeles ni santos ni apóstoles: más bien trabajadores de la educación enamorados de su oficio.