En una época donde todo parece haberse vuelto efímero e intercambiable, los bodegones resisten. Contra el consumo y la frivolidad, contra el esnobismo y el aburrimiento, contra las modas y las tendencias, contra viento y marea. La ciudad, para seguir siendo un paisaje provisto de sentido e historia y no una mera aglomeración habitacional, los necesita como el agua (o como el vino). Porque en su geografía sin misterios late el corazón del paisaje: entre platos contundentes de raíz popular y botellas que vienen y van, la gente se encuentra con lo que aún tiene de verdadero. En sus mesas es posible limpiarse de todo lo que se nos adhiere en este mundo inauténtico, donde comprar y vender se han convertido en los únicos gestos posibles. Pero en los bodegones, no: al entrar en su cálida matriz, procreadora de encuentros, hombres y mujeres recuperan la sencillez primigenia, la que proviene de sus abuelos y bisabuelos, o aun más allá. Se restablecen vínculos, se vuelven a atar los lazos que nos unen con nosotros mismos: fuera de toda pantalla, en los sabores y aromas que entrega la vida cuando se la cocina entre todos.