¿Cuál será la razón por la que a duras penas logra contener la risa, esta suerte de monja sin cejas -socarrona, levemente maliciosa, excedida de peso, y que para colmo de males ha superado con largueza la tercera edad ¡porque es cinco veces centenaria!-, que para algunos es una mujer embarazada y para otros un hombre travestido, y que, en resumidas (en resumidísimas) cuentas, no es más que una superposición de capas de pintura al aceite, dispuestas sobre una tabla de madera de álamo de muy modestas dimensiones?
(George Sand no fue más benévola que yo para juzgar a La Gioconda y, sin embargo, más de un siglo y medio después de que la amante de Chopin se explayara enumerando los defectos de la célebre burguesa florentina, el cuadro continúa "dándose baños de multitudes" en el Louvre, claro que a prudente distancia y con los recaudos de rigor, como una vitrina especialmente diseñada, empotrada en hormigón, o un par de vidrios separados entre sí por veinticinco centímetros, y los dos a prueba de cualquier bala impía e iconoclasta).
Pero, retomando la pregunta inicial, ¿por qué sonríe La Gioconda?
¿Sonreirá porque, apenas comenzados los años sesenta, su compatriota Piero Manzoni, en lugar de seguir engrosando la tradición de la pintura de caballete italiana, enlató sus propias heces, las rotuló pomposamente "Merda d'artista" y las exhibió en una galería?
No lo creo porque arte es cultura, y si muchos viajeros antiguos testimonian que el pueblo tibetano veneraba devotamente los excrementos de su "gran lama", ¿por qué razón Manzoni no podía argumentar que los suyos tenían relevancia estética, y merecían, por lo tanto, ingresar por la puerta grande -cosa que efectivamente ocurrió- en la historia del arte conceptual del siglo XX?
¿Sonreirá compasivamente, tal vez, por los pobres bichos flotando en formol que Damien Hirst -consagrado artista plástico inglés contemporáneo-, logra colocar en el mercado internacional a precio de oro? Tampoco creo que sea así, porque cuando se trató de seducir a ricos y famosos -si hemos de dar crédito al relato de Giorgio Vasari-, el mismo Leonardo no se anduvo con chiquitas: en una oportunidad en que el rey de Francia visitaba Milán, fabricó -por encargo, naturalmente- "un león que caminaba y, luego de dar unos pocos pasos, se le abría el pecho y dejaba ver profusión de lirios".
A decir verdad, yo pienso que lo que a Monna Lisa Gherardini la divierte tanto, es un fenómeno hasta cierto punto extra-artístico (o no), como lo es el de la infinita variedad de reacciones: reverentes, violentas, inhumanas, frívolas, desmedidas, interesadas o sencillamente delirantes, que "su ilusión" -una ilusión fabricada con pigmentos diluidos en aceite y madera de álamo-, puede llegar a generar.
Claro que este innegable predicamento -producto de una admiración y un rechazo igualmente irracionales- no podía quedar al margen de la política, como lo ponen de manifiesto estos dos hechos que paso a relatar.
(La Gioconda ya había sido robada del Louvre en 1911 y recuperada dos años después, en un episodio al que "La Domenica del Corriere" aludió formulándose la pregunta: "¿Cómo ha podido ocurrir lo imposible?").
Casi medio siglo más tarde, el 30 de diciembre de 1956, un ciudadano boliviano de 42 años llamado Hugo Unzaga Villegas, le arrojó una piedra que impactó sobre la obra, afectando ligeramente la pintura a la altura del codo. Pero lo que resulta francamente curioso -y que, en alguna medida, nos concierne- es que, en el examen psiquiátrico al que fue sometido poco después del atentado, el desequilibrado Unzaga declaró que su idea primigenia era asesinar a Juan Domingo Perón -depuesto un año antes-, pero que había optado por La Gioconda porque estaba menos resguardada (!).
Esto en cuanto a los odios. En cuanto a los amores -obviamente interesados, ¡y "políticamente" interesados!-, lo que podría rememorarse es la cena de gala que ofreció la embajada de Francia en los Estados Unidos, cuando la legendaria pieza fue exhibida (entre el 10 de enero y el 3 de febrero de 1963) en la National Gallery de Washington.
Violando inusualmente el riguroso protocolo oficial, el presidente John F. Kennedy concurrió a una fiesta organizada por una embajada extranjera, y allí pudo degustar un postre elaborado en base a peras cocidas bañadas con chocolate caliente, que fue bautizado "poires Mona Lisa".
No sabemos si los "apuntes de cocina" que se le adjudican a Leonardo da Vinci son ciertos o no, ni si es verdad que nos legó una receta para preparar "sopa de castañas", puntualizando, además, que la misma es tan útil "contra las mordeduras de las arañas campestres", como "para pegar las hojas de los libros".
Pero lo que sí sabemos, con absoluta certeza, es que su obra maestra (pictórica) sirve para bautizar peras con chocolate…
Ah, y lo que olvidaba mencionar es que cuando La Gioconda atravesó el océano en barco, rumbo a los Estados Unidos, lo hizo en un contenedor insumergible que, lógicamente, si el barco se hubiese hundido, hubiera permanecido a flote.
Como dice Donald Sassoon, que me suministró no poco material para escribir esta nota, "el mundo está lleno de marineros, pero Mona Lisa hay una sola".