Si hay algo en lo que el género humano gasta buena parte de su vida −de creer en la reencarnación tendría que decir "sus vidas", pero prefiero decir, con Manuel de Falla, su "vida breve"−, es en la persecución del amor.
Si hay algo en lo que el género humano gasta buena parte de su vida −de creer en la reencarnación tendría que decir "sus vidas", pero prefiero decir, con Manuel de Falla, su "vida breve"−, es en la persecución del amor.
Como a ciencia cierta no sé el significado de la palabra "amor", cometo la burrada de buscarla en el diccionario, y el mataburros -informante sin alma- me habla de un "sentimiento que inclina el ánimo hacia lo que le place" (con lo cual Charly García sentiría "amor" por su música, así como Nadal siente "amor" por el tenis), y recién en segundo lugar, amor sería el "sentimiento apasionado hacia una persona de otro sexo", de modo que mi Pequeño Larousse Ilustrado proclama, tácitamente, que entre personas de un mismo sexo no puede haber amor. Tamaño fundamentalismo −obtuso e inhumano− no me sorprende demasiado, porque un poco más adelante, mi Pequeño Larousse Reaccionario también pareciera adherir a la política de que "la letra con sangre entra", ya que apunta que otra acepción del término es "blandura, suavidad", y da como ejemplo "castigar con amor" (!).
¿Es posible castigar con amor? No lo sé, pero que la búsqueda desesperada del amor puede convertirse en un castigo y una pesadilla, lo demuestra la ardua película del realizador austríaco Ulrich Seidl , "Paraíso: Amor", que fue estrenada recientemente −y ojalá no baje demasiado rápido de cartelera−, en un cine de la ciudad.
Digo que se trata de una película ardua, no sólo porque algunos senos y penes al aire, puedan encender la ira de gente que piensa como mi diccionario, sino porque la estética del director no es nada condescendiente ni fácil de digerir: cámara fija registrando puntualmente las intrincadas conversaciones de personas que hablan en distintos idiomas, preferencia por la frontalidad y la simetría a rajatabla, escenas tan escabrosas como interminables −como cuando Teresa le descubre lentamente su sexo al barman del hotel, creyendo que va a poder despertar su deseo−, y todo ello narrado con una fría imparcialidad documental, sin revelar simpatía ni animadversión por nada ni por nadie.
La historia es simple: una burguesa austríaca, cincuentona y obesa (algunos kilos más que los que anotan "Las tres Gracias" de Rubens), decide abandonar temporariamente un trabajo -penoso- y una hija −estúpida−, que vive aferrada a su teléfono celular, para encarar un viaje de turismo sexual a Kenia. Como era de esperarse, las reglas del juego están sutilmente preestablecidas: los jóvenes "beach boys" aguardan en la playa, a la pesca de sus eventuales protectoras -mujeres maduras comparativamente "ricas", a las que ellos llaman "sugar mamas"-, en tanto que las matronas arias, a cambio de exprimir las carteras, pueden imaginar que sus pechos caídos y sus glúteos celulíticos son todavía apetecibles para un hombre. (Es obvio que no estamos ante un "ensañamiento de género", porque si se tratara de hombres con el pene fláccido tratando de comprar amor, la ecuación sería equivalente).
Para colmo de males la protagonista −Teresa−, no aspira solamente a una satisfacción sexual inmediata y fugaz, sino que pretende educar a sus partenaires para lograr un intercambio afectivo más genuino, candidez que, naturalmente, es refutada, una y otra vez, por la descarnada realidad…
Aunque el gran acierto del planteo, tal vez haya sido saber contraponer a la exaltación histérica de las visitantes europeas, el escuálido estatismo de la "mise en scène" que monta el tercer mundo, para intentar arrebatarles algo de su dinero: los posibles acompañantes se alinean, rígidos, en la arena, como soldados de un insólito ejército del amor rentado, y sólo cobran vida cuando el enjambre de vendedores ambulantes se abalanza sobre una turista, para tratar de endosarle sus chucherías.
Y en este orden de ideas, hay dos escenas en el film que son decididamente magistrales: una es la de esa orquesta achacosa y decadente, que apenas si se mueve, pero que para halagar a la raza superior viste un espantoso "animal print" de cebra, y la otra es el encuentro en la playa de la frustrada Teresa, con tres saltimbanquis autóctonos que, al despuntar el día, vienen dando volteretas en sentido contrario. Dos mundos.
Por Claudio Berón
Por Alvaro Torriglia