En una columna publicada con anterioridad dije que vivimos mal y hablamos peor. Digo ahora que tampoco pensamos bien, fuera de que tengamos que hacerlo por necesidad o interés.
En una columna publicada con anterioridad dije que vivimos mal y hablamos peor. Digo ahora que tampoco pensamos bien, fuera de que tengamos que hacerlo por necesidad o interés.
Total… para qué hacerlo, se dirá ¿Para ser feliz? No, si creemos la letra: "No pensar ni equivocado si total igual se vive; y así no corrés el riesgo que te bauticen gil". No, si recordamos a Sócrates que nos acuciaba a pensar, obligado a morir; a Jesús que dio el ejemplo de rebelión contra un sacerdocio ritualista y mercantilizado, y fue crucificado. No, con sólo advertir que a quien piensa y no dice lo que los demás desean oír, se le rehúye y se lo aísla: Hegel, que con un sistema lógico difícil mostraba el glorioso destino de su país y la grandeza de su cultura, contaba en sus clases con muchos más asistentes que Schopenhauer, más claro y didáctico pero mucho menos optimista.
¿Que el que dice la verdad es perseguido? ¿Que mejor no pensar, entonces? Puede ser... pero entonces no hablemos de democracia. Ni menos que pretendan invocarla aquellos que deberían ilustrarnos y no lo hacen ni nos dan ejemplo republicano.
Si como pueblo rechazamos la medicina amarga de la verdad, seguiremos enfermos de inmadurez; si preferimos ser engañados con alguna dádiva momentánea, es que somos flojos y merecemos que se sigan enriqueciendo a nuestras expensas.
Que total… es lo malo lo que siempre vuelve a darse, también podrá decirse. Pero comprobar una existencia no significa aprobarla; no es más que constatar su estar presente; no es más que una singularidad que carece en sí de fundamento. Así como lo es todo; el tiempo mismo; nosotros mismos en él. Sólo que somos una existencia que además piensa. Y al hacerlo, apuntamos a la esencia de lo que existe; al preguntarnos qué es eso y su fundamento; qué podremos vincular con un acto nuestro de transformación, que haga de eso expresión de lo que queremos ser. Es que somos voluntad además de razón.
Y habremos pasado así del ser al deber ser; y del pensar, al obrar moral.
Si bien el resultado no llegará nunca a identificarse con nuestro ser sino que pasará a ser una nueva exterioridad (aunque reinteriorizable como significado). Siendo que nuestro hacer refleja una totalidad que no es más que sentido, y quedará no más que un resultado exterior. Pero que ese sentido y ese resultado reflejen la consistencia de nuestros actos, en la realización moral; y la contribución a una mejor convivencia, en la vida social.
Es que no puede haber nunca un resultado final que sea idéntico a nosotros mismos. Si lo hubiera, paradójicamente, dejaríamos nosotros de ser. Lo que no nos exime de hacer lo que debemos.
Somos una existencia que se da su esencia, pero ésta no es una sustancia fija y definitiva. Si lo fuera, suprimiría nuestra libertad de seguir haciendo.
Aclarado lo cual, retornemos a Sócrates; con quien la palabra volvió a ser Logos (razón y no sólo argumentación); dialogal (y asunción de compromisos con los demás, por tanto), compartida y transformada en experiencia común, permitiendo "abrir un espacio" (en uno mismo y con los demás) para pensar. En quien, social y políticamente, esa experiencia significara no sólo pensar sino respetar el diálogo, buscar el acuerdo y sujetarse a reglas. Lo que quiere decir: democracia y república.
Es que la ciudad de su tiempo se había tornado muy heterogénea, cultural y estructuralmente, habiendo surgido el problema de su articulación. Y no alcanzaba a ese efecto con el relativismo de los sofistas (por lo demás, Sócrates se debatía aún entre tradición oral y cultura urbana, entre razón y respeto religioso).
Reparemos en la semejanza, salvando distancias, que esto guarda con el problema en nuestra actual sociedad compleja. Cuyo relativismo tampoco basta para una buena convivencia. Y en la equivalencia que tiene la oratoria sofista con la de nuestros políticos; de repetidas palabras engañosas que encubren intereses; carentes de ideas y valores reales.
Verdad la del filósofo, en cambio, que invitaba a buscar juntos y que no pretendía fuera absoluta en el sentido de abstracta, sino concreta y de los asuntos humanos. Por eso había también que escuchar. Que es ya una virtud, independiente del acuerdo: la humildad de quien respeta al otro y admite que pueda saber más que él y tener razón.
Empezaba Sócrates interrogando sobre los oficios, consistentes en un saber hacer acerca de algo (y el oficio de vivir, hoy, ¿en qué consistirá? ¿solamente en un pensar urgidos por la necesidad o atraídos por el interés material?); pero que no era aún una inteligencia "despierta". Si aun el mismo sofista, que pretendía dominar a otros con su discurso, no sabía dominarse a sí mismo (y nuestros políticos, ¿saben hacerlo, en cuanto detentan algún grado de poder?).
Conducía con ello al reconocimiento de la propia ignorancia (y nuestros políticos, ¿la reconocen alguna vez, o aprenden los recursos dialécticos para ocultarla?). Saber que no se sabe. Que es fuente de inquietud y hace de la realidad un problema; así las cosas, en ésta, pueden volverse objetos de conocimiento; y formarse ideas que la transformen.
¿Y cuándo se sabe? Cuando se pasa la prueba de la no contradicción (o de la reducción al absurdo de la tesis contraria). Recién entonces se sabe que se sabe (y nuestros políticos, ¿no se contradicen nunca? ¿Prueban que saben o se limitan a rechazar su responsabilidad por las consecuencias? ¿Resuelven nuestras dificultades o se salvan ellos?).
Pero en definitiva, ¿se alcanza así la verdad? Si el camino es el diálogo, la argumentación y lo es para llegar a un consenso, no parece poder hallarse de esta manera una verdad absoluta. Pero una verdad dogmática, que no admita reparos y que a quien los oponga se considere enemigo, es mucho más peligroso que un cierto grado de escepticismo respetuoso (¿no nos recuerda algo, esto?).
Aplicada entonces esta prueba de la no-contradicción, al comportamiento, como venimos viendo, el problema lógico se ha transformado en moral y ético.
Criterio supremo pues, tanto en la reflexión (abierta siempre a la crítica, condición del propio perfeccionamiento) como en el diálogo y el comportamiento, seguirá siendo el no contradecirse. Que deberá ser extendido a la sociedad toda, para que la confianza en el diálogo se mantenga. Siendo que éste, al enseñarnos inclusive a pensar (según nos instruyera Sócrates), forma ciudadanos y no súbditos. Vale decir: república y democracia.
Otra de sus enseñanzas fue que sufrir una injusticia es preferible a cometerla. Pero sólo habiendo ética es posible que se dé, en la vida social, que "el dolor de la víctima sea superado por "el malestar de su agresor" (y que se aplique a éste la debida sanción, agreguemos). No cuando los injustos andan sueltos y se organizan cada vez mejor para lo peor; en tanto que los justos deben encerrarse en sus casas para evitarlo.
Sócrates no participó en política; tampoco reprobó el hacerlo. Pero puso una condición para quien lo quisiera hacer y a la vez aspirara a la sabiduría: que no estuviera en contradicción con la ética (triste condición ésta porque entonces, los que intervienen: ¿podrán ser los mejores?).
Así y todo, su voz crítica fue silenciada; y con su condena —llega Bilbeny a decir— acabó históricamente el siglo de la democracia e ilustración atenienses, pasando a predominar el miedo desde entonces (¿no nos advierte algo, esto?)
Ser coherentes en nuestro comportamiento (privado y sobre todo público) y procurar una convivencia no conflictiva, es pues la máxima, tanto para la ciudad ateniense antigua como para nuestra sociedad urbana.
Porque lo contrario es el egoísmo indiferente a los demás, para un triunfo solitario a costa de los demás; que por ausencia de paz social, ni se podrá disfrutar siquiera; doble contradicción manifiesta, que los sofistas representaron y que hoy cada uno de nosotros ejemplifica acabadamente.
¿Para qué pensar, empecé preguntando? Para nosotros mismos; para no desvirtuar un sistema que se basa en el diálogo; para votar en consecuencia.
Juan Alberto Madile / Doctor en ciencias jurídicas y sociales