Un rival que se jugaba más que un amistoso. Una hinchada numerosa, brava si las
hay, y extremadamente impaciente pese a que se trataba del primer ensayo de su equipo. Un estadio
de libre acceso y comunicación desde las tribunas hacia los vestuarios. Casi nula presencia
policial. La sensación de ser más visitante que nunca y de estar "a la buena de Dios". En ese
contexto jugaron ayer el presionado Peñarol y Newell’s, y a nadie sorprendió que terminara
tan mal, luego de que a un jugador candombero se le soltara la chaveta, agrediera arteramente a
Diego Mateo y después recibiera lo suyo, abortándose de la peor forma el último partido rojinegro
en Uruguay que no tuvo nada, pero nada de amistoso.
¿Qué hubiera pasado si no hubiera primado la cordura de la mayoría de los
jugadores en medio del caos? Por suerte sólo quedó en una predicción. Gonzalo de los Santos y
Rolando Schiavi hicieron lo que cabía en semejante contexto: dar por terminada la cuestión a los
40’, en momentos que exaltados hinchas locales saltaban las bajas rejas perimetrales y se
metían a la cancha, sin policías a la vista que lo impidieran.
Ya en los dos partidos ante Danubio, pero sobre todo el del jueves en
Montevideo, se había jugado sin seguridad. Y no se aprendió la lección. Hasta casi la iniciación
del partido de ayer, cuando ya había dos tribunas de Peñarol a pleno, no se veían más que los pocos
policías que custodian el Campus de Maldonado. Recién con el pitazo inicial se sumaron algunos más,
que al final lograron frenar la agresión de unos pocos hinchas locales, que pasaron sin problemas
por la tribuna lateral que estaba libre y fueron a buscar al centenar de Newell’s a la otra
cabecera, entre ellos mujeres y niños residentes uruguayos, que por unos minutos vieron pasar
cascotazos sobre sus cabezas, mientras otros también devolvían.
Fue el triste final de una historia que por fortuna no siguió luego en la salida
de hinchas y planteles, pero que pudo terminar peor. Causa y consecuencia. Ni más, ni menos. Porque
tampoco pareció casualidad que en semejante clima, el que desatara la hecatombe fuera un jugador de
Peñarol, Julio Mozzo, que sólo puede entenderse en el contexto de presión que rodea a ese
equipo.
Es que el poderoso Peñarol viene de seis años de capa caída y el de ayer fue su
primer partido en dos meses, ya que no definió el título uruguayo y ni siquiera entró en la
Liguilla. Por esa ansiedad los hinchas ya le bajaban en sus cánticos la urgencia de ganar y hasta
agredieron a Peratta con bombas de estruendo y proyectiles, cuando hacía el calentamiento previo.
Ni la voz del estadio, que dos veces antes de empezar les pidió calma, logró bajar los decibeles, y
explotó por Mozzo, aún ganando 1 a 0.
En un salto normal en mitad de cancha con Mateo, habrá creído que el brazo
extendido del rubio volante era agresivo, y le descargó un par de golpes, el último una trompada en
el rostro sin ton ni son. Lo que siguió fue la corrida de los leprosos contra el agresor, que
recibió golpes de Insaurralde y Formica, la invasión de suplentes y cuerpo técnico, un gran tumulto
general, y la pasividad total de los pocos policías en la cancha.
Mientras los mismos compañeros aislaron a Mozzo, el resto fue dejando de lado
los empujones. Ahí, De los Santos y Schiavi (amigos de otros tiempos, en Hércules de Alicante) se
dieron la mano y a otra cosa. El juez Larrañaga, que sacó amarillas a Mateo y Quiroga, y se dejó
llevar por el clima exterior, ya había encarado a los vestuarios. No cabía otra que un piadoso
final para un amistoso bochornoso como pocos.
Newell's no llevó seguridad propia para el plantel, ni fue puntilloso para
exigirla en la cantidad necesaria, porque no se trata sólo de arreglar con la TV, más allá de que
la violencia empezó adentro. La movida por Uruguay terminó mal, también en lo futbolístico, y debe
servir de experiencia. No sólo hacer borrón y cuenta nueva.