Nadie duda —y menos yo— del extraordinario papel que le tocó jugar al Museo Municipal de Bellas Artes Juan B. Castagnino de Rosario, desde su apertura a fines de la década del treinta, en el destino del arte local y nacional.
Pero como ya lo señalé en otras oportunidades, sus constructores lo concibieron como “un museo de patrimonio”, relativamente estático, al punto de no dotarlo casi de depósitos para el almacenamiento de las obras.
Los curiosos pases de magia para transformarlo “en otra cosa”, sin invertir sensatamente en una ampliación que nunca se llevó ni se llevará a cabo, dieron como resultado ese animal bicéfalo llamado Castagnino/macro, una de cuyas cabezas emerge en la plazoleta de avenida Pellegrini y bulevar Oroño, y la otra a la vera del río Paraná.
El Macro —por más que haya cautivado a más de un porteño ávido de consumir extravagancia provinciana— es sólo una gran cáscara engañosa, ya que los silos propiamente dichos museísticamente hablando no tienen utilidad alguna, y los espacios de exposición se limitan a pequeñas salas superpuestas unas sobre otras, de muy tortuoso recorrido, y cuya disposición en vertical fracciona y resta coherencia a cualquier discurso curatorial de cierta envergadura que se quisiera desarrollar. ¡Y no me vengan con que las vistas del río que se aprecian a través de las ventanas son fabulosas, porque, una de dos: o voy a ver un Turner o voy a ver correr el Támesis!
Para colmo de males, la escasa disponibilidad espacial de que adolece el Macro, en la práctica obligó a invertir la fórmula Castagnino/macro, sustituyéndola por la de Macro/Castagnino. Lo que quiero decir es que un museo como el de Pellegrini y Oroño, que atesora una de las colecciones de arte argentino del siglo XX más completas y deslumbrantes que cualquiera pueda imaginar, en no pocas oportunidades pasó a ser un mero apéndice del Macro, debiendo desalojar la totalidad de su patrimonio para exhibir solamente “arte contemporáneo”.
El último desaguisado, que es de público conocimiento y que generó una encendida polémica cuyos ecos aún perduran, fue permitir que alguien —¿una joven artista plástica?— hiciese pintar el edificio “firmado” por Hilarión Hernández Larguía y Juan Manuel Newton de negro y, en tal sentido, a los que continúan abogando a favor de la pintada, les comento que sí, que existen antecedentes de artistas que se apropiaron de las producciones de otros colegas, con el fin de intervenirlas hasta el límite de desnaturalizarlas totalmente...
En 1953 Rauschenberg le pidió a De Kooning —a quien consideraba “el artista más importante de su época”—, que le cediese un dibujo para poder borrarlo y convertirlo en obra propia. De Kooning accedió... La diferencia radica en que los actores, en este caso, eran dos gigantes de la plástica de igual envergadura, en que ambos eran contemporáneos, y en que el presunto “afectado” autorizó explícitamente que otro avanzara sobre su propia producción y literalmente la borrara del mapa. ¡Petite différence!
Pero hay veces en que las cosas se hacen bastante bien… Es muy plausible que el Castagnino, a partir del 19 de marzo haya destinado toda su planta baja a desplegar una muestra denominada Capital, que reúne obras ingresadas a través de premios adquisición y de compras, la que se complementa muy acertadamente con una selección de pinturas “con flores” (flores incorporadas a los cuadros con distinto grado de protagonismo), que también forman parte de la colección permanente del museo.
La exposición es ecléctica y variopinta hasta decir basta, ya que no reporta a ningún parámetro unificador reconocible, salvo la forma de ingreso al patrimonio y el gusto de quien fue responsable de la curaduría. Así es como un homúnculo de Max Cachimba, a mitad de camino entre la ingenuidad del cómic y el sarcasmo feroz del dadaísta George Grosz, puede codearse con el satisfecho José Gregorio Lezama, de Prilidiano Pueyrredón, fumando su habano, y los planos de color impecablemente homogéneos de Kenneth Kemble, pueden convivir sin escándalo con el abigarramiento obsesivo de Nuestra Señora de los Deseos, de Aurelio García.
Tanta dispersión estética, temática, cronológica, formal, técnica (y podrían seguirse enumerando otros varios ítems más), resulta en principio apabullante, pero tiene a su favor el rescate de muchas obras entrañables que, de no haber mediado estas circunstancias, tal vez no hubiesen sido exhumadas de los depósitos, y por lo tanto no podrían ser disfrutadas por los que las amamos y demandábamos el merecido homenaje de su exhibición.
Capital funciona como un gran salón de ventas donde uno puede surtirse, tanto de unos caramelitos de miel, como de un cocodrilo inflable para hacerlo flotar en la pileta del fondo. Pero la lectura positiva de tamaña diversidad, es que el museo —¡por fin!— tiene oferta para todos los gustos…
Uno puede optar entre torear con Goya, vestido de moro, compartir la intimidad dorada de un bodegón de Fortunato Lacámera, o hacerse arrumacos como las Dos cabezas de Leo Tavella, talladas en piedra misionera, de irresistible sugestión táctil.
Y si no lo captura la fulgurante alquimia cromática de la Piedra lunar de Ernesto Deira, ni lo devora El desierto de las ideas —de vaga aridez mística—, que Mauro Machado pintó a finales de los ochenta, tal vez le queden fuerzas para visitar la Sala Central, y corroborar allí que Manuel Musto, contradiciendo su aparente hosquedad y misantropía, fue el pintor de flores más sensible y refinado que dio el arte de la ciudad.