A pesar de su ansiedad inextinguible, Edgardo Zotto supo tomarse su tiempo para lanzarse de lleno a la escritura y construir su figura de autor. Leyó durante toda su vida —decía que la lectura lo calmaba— y llenó papeles y cuadernos de poemas desde muy joven, una especie de actividad clandestina para alguien que ya tenía que salir a trabajar, apremiado por la enfermedad de su padre y su condición de clase. Durante largos años destinó sus energías a la militancia política, la abogacía y la función pública. A mediados de los noventa, ya dedicado exclusivamente a su profesión, sufrió una rara enfermedad. En su lecho de enfermo, se decidió y telefoneó al número que salía en un aviso. Concurriría desde entonces al taller que los poetas Arturo Carrera y Daniel García Helder coordinaban en Buenos Aires. Apremiado por sus ocupaciones, a veces viajaba sin ningún texto propio para leer en las reuniones. Detenía entonces su automóvil en la banquina de la autopista y escribía en los márgenes de un diario alguna ocurrencia suscitada durante el viaje, que después pasaba en limpio en la estación de servicio de San Pedro: “Escribo mejor en la inestabilidad,/ en lugares incómodos,/ en la belleza del rincón inesperado”, reconocería en su poema Nunca tuve un cuarto propio. Con algo de vergüenza, luego leería el manuscrito entre sus compañeros de taller, que llevaban carpetas prolijamente anilladas de sus producciones. Pero poco a poco comenzó a llevar encima sus propios textos, para ir mirándolos con tiempo y detenimiento. Desde entonces reinició un intenso trabajo con la escritura que desembocaría años después en su primer libro, Memoria de Funes (1998), cuando pisaba los cincuenta años. Con la aparición de los libros siguientes, Restos de una civilización personal (2001), Impluvium (2004) y Buceo (2010), quedó claro, al menos para poetas, críticos y editores jóvenes, que integraría la extraña serie de grandes autores tardíos que dio nuestra región, junto con Aldo Oliva, Hugo Padeletti, Rubén Sevlever y Jorge Barquero. Esto no significa que se haya inventado una pose de escritor marginal. Por el contrario, desde que comenzó a editar trabó amistad con numerosos escritores y se lo veía asiduamente en diversas actividades de la agenda literaria local y porteña.
Lo que sé del fuego (2013) era su quinto y último libro publicado hasta que una grave dolencia terminó con su vida. Mientras el cerco de su vida se cerraba, Zotto se aferraba con uñas y dientes a sus proyectos poéticos, trabajaba con la poeta Sonia Scarabelli en sus últimos borradores, le contaba a sus visitas sus ideas sobre libros futuros: “Vivo en estado de escritura” dice el primer verso del poema Estado. De esa pasión alimentada hasta el final nacieron Mayo del 68 y Diario del regreso, editados conjuntamente por el sello rosarino Ivan Rosado. Hasta el presente, su obra poética había sido publicada por sellos porteños, asociados en su momento de emergencia a las nuevas tendencias literarias. Por su valor estético, la obra en la que se integran y la cuidada edición que incluye excelentes portadas (obras de Claudia del Río y Armando Vites), la aparición póstuma de estos poemarios promete convertirse en uno de los hechos editoriales sobresalientes del año.
La memoria es uno de los temas que nutre e impulsa la obra de Zotto, quien solía admitir sus problemas para recordar el pasado: era frecuente que sus amigos le contaran anécdotas interesantes sobre sí mismo que él había olvidado por completo. Esto se había vuelto parte de su propia mitología de autor: escribir para que “los restos de una civilización personal” sobrevivieran, sin ningún tipo de certeza sobre el sentido o los destinatarios de dicha operación. En ese sentido, Mayo del 68 despliega una búsqueda inédita hasta entonces en Zotto: ensaya una suerte de novela familiar, en la que se remonta a los ancestros familiares y funda el territorio mítico de su infancia (el sur rosarino). Sus poemas se vuelven más extensos —algo no habitual en su escritura concisa y rigurosa— y en muchos casos narrativos. Hay una suerte de zafe de su contención característica, como si no estuviera tan preocupado por escribir bien, aunque sus versos no pierdan por ello su fuerza, una intensidad sostenida por preguntas que un pasado no consumado sigue abriendo en el presente. Esa expresividad más suelta nos regala poemas hermosos como Reivindicación de una madre: “La memoria de la mano de la madre/ sobre el tumulto de la cabeza adolescente/ fue capaz de disolver todo rencor/ y disponer los pasos/ hacia el camino plácido/ que se acerca a un final”. Toda su carga emocional se tensa con la certeza de una empresa que se sabe imposible: “Al partir llevamos esas reliquias,/ ínfima materia arrancada a la lejanía/ para cubrir más de un siglo de ausencias”.
Por su parte, Diario del regreso —Zotto lo llamaba Diario del colapso hasta que cambió su visión sobre el conjunto— está integrado por poemas que fueron apareciendo mientras preparaba Mayo del 68. Se trata de un libro contundente, que sigue con una lucidez implacable los días de enfermedad del poeta y toca todas las cuerdas de su poética: su laconismo (“escasas líneas breves,/ mucho blanco/ vacíos para no llenar”), el oxímoron, su discurrir paradojal, un tono irónico, sombrío y esperanzado a la vez, sus espacios míticos (Funes y el río), su perro Ulises, su atención a la naturaleza y a los incidentes mínimos, su obsesiva reflexión sobre el trabajo poético. Como nunca antes, la vida está jugada a una pasión que un horizonte de fatalidad no hace más que atizar: “Te vas, Vida, sin mí.// Y yo tratando de retener/ un puñado de palabras”. En el paisaje ceniciento de la enfermedad, el dolor y la muerte, sus últimos poemas se vuelven rescoldos de belleza, menudas brasas de emoción que no quieren extinguirse.