La media pared revestida en machimbre recorre el perímetro del local y recuerda un modesto salón comedor de un buque transatlántico. La Marina es una especie de embarcación asturiana amarrada al compás silencioso del río. Desde 1970 se ubica a metros del Monumento a la Bandera y muy cerca del Paraná, en el subsuelo de la intersección de Rioja y 1º de Mayo, ingresando por esta última. La tripulación tiene a la cabeza a sus fundadores, don Manuel y Ángel Viñes. "Éramos gente de campo y había pocas posibilidades de progresar", cuenta Manuel, sobre un pasado que parece remoto. Oriundos de Villaviciosa, pequeña localidad asturiana en el norte español, huyeron hace más de medio siglo de las miserias de la segunda posguerra.
A mediados de los años cincuenta del siglo pasado el local estaba ubicado en la esquina opuesta. Los Viñes despachaban bebidas y minutas en lo que era un bar donde los caballeros peroraban entre sifones de soda y vasos de aromático vermut. En 1970 se mudan —el inmueble iba a ser demolido—, uno de los hermanos abandona el proyecto y Manuel se suma a La Marina actual. "Mi hermano y yo nos sacrificábamos mucho en los primeros años: horarios muy largos, jornadas casi dobles y nuestras esposas trabajaban de cocineras, han dejado acá la salud porque ya se han jubilado", cuenta entre nostálgico y orgulloso. Cuando inauguran el actual subsuelo la mitad era comedor y la mitad reservados, con tabiques y cortinas. "Cabinas del secreto y de los besos", los describe el periodista y escritor rosarino Reynaldo Sietecase en su libro "Bares: barcos en tierra a la orilla del Paraná". Esos reservados cedieron paso al bullicio familiar y los platos más compuestos, desplazando a los parroquianos del otrora bar.
Hace seis meses que Ángel no pisa el negocio por problemas de salud. Sin embargo, sus dos hijos se hacen cargo del horario nocturno y Manuel, con sus tres hijos, agiliza los almuerzos. Revela que los chicos "se han criado allá en un rincón (señala un vértice detrás de la barra de la entrada), en un corralito", y agrega: "Ellos viven del negocio, del trabajo de acá, y desde hace cuatro años también les pertenece legalmente". De marineros, entonces, los chicos ascendieron a oficiales. Alejandra es hija de Manuel, licenciada en ciencias de la educación y maestra jardinera, y timonea el negocio con la chomba gris de la marca de la familia: "Acá, de afuera hay un empleado solo, lo demás lo atienden los hijos, que hacen de mozos. La hija hace de cajera, ayuda a levantar el servicio y ubicar a la gente. Todo se hace con muy poco protocolo".
Las paredes del local están saturadas con evocaciones de la patria perdida. Asturias es una presencia bien concreta: un banderín del Real Oviedo, afiches oficiales de la sidra exclusiva del local, El Gaitero —néctar que dibuja sonrisas dulces entre los comensales más acólitos—, poemas dedicados a la sidra, un cuadro con las variedades de queso de la región, botas de vino, gaitas y fotos de la tradicional fabada, robusto guiso de porotos acompañado de chorizo colorado, morcilla y panceta ahumada. Este plato se sirve sólo desde abril hasta noviembre.
"Como asturianos nos interesa defender y hacer imagen de Asturias. Allá esta la bandera de Asturias en el medio y la de España y la Argentina, pero la de Asturias... (y Manuel apunta hacia la pared que da a la calle Rioja señalando con orgullo inocultable la bandera azul). También se destaca un pizarrón con cursivas en tiza informando sobre los precios de los manjares que ofrece la casa: paella, besugo a la vasca, rabas, salmón blanco, tallarines, vacío al horno y por supuesto los postres, que incluyen flan, torta alemana de manzanas y zingarella. Especial mención para este exclusivo espécimen de la repostería, intruso italiano en el menú, formado por una capa de flan y otra de bizcochuelo. Una pizarra similar recibe a los clientes en la entrada del predio asturiano.
Los olores trepan por las escaleras y las paellas humeantes, acompañadas de curiosos kanikamas, perfuman la escena. Toda la atmósfera exuda un aire distendido, informal y predominantemente familiar. "Acá hay clientela de clase media y clase media alta, profesionales", cuenta Manuel, orgulloso.
El navío no tiene ventanas, es un sótano cerrado, sin vidrieras. La gente llega y se saluda con parroquianos de las otras mesas: todos buscan la misma experiencia culinaria. Se acomodan mientras desde la cocina se escucha gritar los nombres de los mozos para el despacho de los platos. La clase media rosarina, en jean y zapatillas, espera en sus mesas con un Etchart Privado torrontés, un simple vino Toro o gaseosas en envase de vidrio.
Parejas jóvenes con hijos, frecuentemente con cochecitos, hijos con sus padres mayores, parejas adultas en compañía de amigos, hombres solitarios y novios cariñosos son las figuritas repetidas del barco. Está siempre lleno.
"Aunque las cosas perfectas no se hacen porque se dice que el hombre perfecto no ha nacido todavía, se procura hacer lo mejor posible para que los clientes se vayan satisfechos. A mí me gusta preguntarle a la gente si comió bien y el 95 por ciento se va reconforme, por no decir el 100 por ciento. Entonces, yo les digo: «Bueno, si se van conformes, van a volver». «Siempre venimos, don Viñes», me dicen, y es una gran satisfacción" relata Manuel.
Un chico con una remera de Cerati le saca una foto a su espectacular corvina a la vasca. Mientras, uno de los mozos del clan Viñes sonríe y bromea con un habitué que se impacienta en la fila de gente que espera lugar, que no para de crecer. Sin embargo, hay sitio para todos en el comedor del buque que después de 45 años no quiere zarpar y continúa, encallado e inconmovible, a orillas del manso Paraná.
Habrá que probar, nomás, la fabada.