Corren tras jugadores exitosos, intentan seducirlos, mostrarse con ellos y quedarse con parte de
sus ganancias. Así son algunos representantes de futbolistas, dirigentes y periodistas. En esa
corte de parásitos de un show sobrevalorado, también hay algunas pibas.
Para mantener a semejante bandada de buitres el futbolista debe ganar fortunas, así de sus
bolsillos caerá algo para sus consejeros, asistentes, bufones y damas.
Los pocos pibes que ingresan a la élite del ultraprofesionalismo pasan a ser una mercancía,
en la que además de exhibir sus dotes atléticos deben promocionarse, y qué mejor que con bellas
jovencitas. Ellas también pasan a ser una mercancía, que además de exhibir sus atributos deben
promocionarse, y qué mejor que con un crack.
Llenan programas cholulos que informan sobre ligamentos y lolas, mientras los siguen en sus
cortas carreras para zafar y vivir con más de lo necesario.
La fábula de la belleza de un deporte y de jóvenes etiquetados como “ganadores”
es un bien de consumo sumamente redituable para los que regentean el mercado. Sólo algunos son
estrellas, mientras a los demás, engañados por valores comerciales y superficiales, para sentirse
astros únicamente les queda consumir fantasías.
La entrada de la mujer en el mundo futbolero fue dura. En los 60, cuando el balompié era sólo
masculino, Haydée Luján Martínez era líder de la barra millonaria y no se perdía un partido. Ante
su entrega, el defensor charrúa Roberto Matosas le regaló su camiseta y, desde entonces, ella fue
La Gorda Matosas. Menos atractiva y femenina que las botineras tenía un amor: “River es mi
novio, mi amigo, mi amante y con eso tengo bastante".
En tanto, María Esther Duffau, vivió en calles, reformatorios, cárceles y un manicomio, pero
era bostera. No vestía fashion, sino como pibe para sobrevivir como canillita. No salió con
jugadores, pero al morir en 2008, a la Raulito la velaron en la Bombonera y el equipo pagó el
sepelio.
En tanto, en septiembre de 2009, nació el Club Atlético Las Botineras, en La Chimbera, sobre
la ruta 279 y a unos 60 kilómetros al sur de la capital sanjuanina.
Entre las dirigidas por un peón rural, con oficio en clubes zonales, juegan nueve madres. Van
a los partidos con hijos, esposos y novios y participan en torneos, “pero también en desafíos
por pollos o chorizos”, decía una botinera en una nota del Diario de Cuyo.
Ellas no aparecen en la tele, celulares calientes o internet, como tampoco lo hacen miles de
pibes que juegan al fútbol sin botineras y hasta casi sin botines. l