El día que Benedicto XVI abdicó como papa y volvió a ser Joseph Aloisius Ratzinger o papa emérito, algo se movió en el rígido dogma de la Iglesia. Más que una cuestión de fe se trató de un reclamo de la razón o, mejor, dadas las condiciones, una razón de Estado. La prueba es que la llegada del argentino Jorge Bergoglio, investido como papa Francisco I, significó una inversión copernicana en la imagen de la Iglesia Católica a tal punto que la Harvard Business School estudia el caso como un fenómeno de marketing singular. The Economist tampoco lo ignora: define a la Iglesia como "la multinacional más antigua del mundo" y marca tres decisiones de Francisco que constituyen la clave de su éxito. Utilizando el campo semántico propio de la publicación británica, sostiene que el nuevo papa "cambió el foco del negocio" orientándolo a la ayuda de los pobres, se fue a vivir a un piso de setenta metros cuadrados y, ni bien asumió el papado, lavó y besó los pies de una docena de jóvenes en un centro de detención. Según The Economist con este relato ha construido una marca sólida cuya estrategia es "los pobres primero". Si se atiende a la filiación peronista de Bergoglio se pueden entender perfectamente los pliegues de este relato.
La renuncia de Benedicto XVI fue anticipada por una luminosa película de Nanni Moretti, Habemus Papam, en la que Michel Piccoli interpreta a un papa que al ser elegido como tal se interroga sobre su rol y se adentra en una introspección, apoyada irónicamente en el psicoanálisis, que lo aleja cada vez más del cargo y cuando sale por primera vez al balcón del Vaticano para saludar a la feligresía, renuncia. Pero como la vida no siempre imita al arte, a Benedicto XVI le llevaron a la renuncia, posiblemente, los problemas que detalla The Economist y no simples dudas freudianas.
La abdicación del rey Juan Carlos en España tampoco atendió a razones seniles o existenciales. La Casa Real, demostrando una capacidad de respuesta ágil a sus problemas, diseñó la abdicación como una fuga hacia delante con una demolición controlada. El capital simbólico de Juan Carlos, acumulado el 23-F, rindió beneficios hasta el 14-A, es decir desde el golpe de Estado hasta el accidente del 14 de abril de 2012 en Botsuana, cuya difusión no solo expuso una fractura física, también puso en circulación una fisura que amplificó, por vez primera, la vida íntima del monarca a través la llamada ‘prensa del corazón' . Al igual que en el caso del Vaticano, la institución monárquica se encontraba bajo mínimos y la Casa Real también lo resolvió de manera maximalista: con la abdicación.
Felipe VI carece de capital simbólico pero tal como lo ha hecho Francisco, deberá dar un nuevo impulso a la monarquía para ponerla en sintonía con los tiempos convulsos en los que la misma generación de la nueva pareja real está reclamando, en las calles y en las urnas, otro relato constitucional.
En la capacidad de escribirlo se verá la habilidad de Felipe VI. Así como Juan Carlos argumentó su reinado a partir del 23-F, el nuevo rey tiene ante sí otra fecha que le reclama gestos extremos: el 15-M. La sigla hace referencia al 15 de mayo de 2011 día en el que tuvo lugar la primera manifestación ciudadana contra la crisis, los recortes y la corrupción política. Esa marea lejos de atenuarse se ha articulado, de momento, en la plataforma política Podemos. Más allá de este movimiento el cuerpo social en su conjunto no baja la guardia en su reclamos y esto significa reformas estructurales para que las instituciones sean transparentes y participativas. Esa es la hoja de ruta de un nuevo tiempo.
El problema para Felipe VI es que para intervenir en este relato deberá tener un rol activo. El rey es un narrador omnisciente y así como Juan Carlos I se significó con el 23-F, Felipe VI deberá encontrar una narración que se inserte en el imaginario colectivo de la sociedad y la contenga para no quedar prisionero en palacio como podría haberle ocurrido a su padre sino hubiera abdicado.
En El ángel exterminador, la película de Luis Buñuel, un grupo de personas de la alta sociedad quedan atrapadas durante una cena en la casa de los anfitriones. Pasan días, incluso meses sin que ninguno pueda cruzar el umbral. En la calle, la gente se arremolina alrededor de la casa que bien podría ser un palacio por sus dimensiones. Finalmente, cruzan el muro invisible que les había enclaustrado y salen pero días después, al final de la película, los mismos personajes vuelven a quedar encerrados en una iglesia junto al resto de feligreses y los sacerdotes oficiantes de una misa que acaba de concluir mientras en la calle se producen disturbios que la policía reprime.
Buñuel siempre detestó que los críticos interpretaran sus películas pero las escenas finales de El ángel exterminador parecen no necesitar muchas explicaciones. Que la capa más alta de la sociedad y la jerarquía eclesiástica se vean impedidas de salir del templo mientras en la calle crece el desorden no pide demasiado análisis.
Francisco I lo ha entendido y obra en consecuencia. Está por ver cómo lo soluciona el rey Felipe. Su ser o no ser pasa por ser un hombre de Estado más que un jefe de Estado.