El advenimiento de las elecciones presidenciales en Brasil (en octubre de este
año) ha puesto en pie de guerra a los empresarios que reclaman un pacto de estado ante la batalla
electoral. Dicho reclamo se orienta a garantizar la continuidad de las políticas de Lula y a fijar
unas pautas fiscales de estabilidad. El planteo fue sorpresivo ya que no se vislumbraba un cambio
profundo en las políticas del gobierno.
Esto, hasta el último Congreso del PT (el partido de Lula) hace algunas
semanas.
La línea dura de los trabalhadores exigió un cambio radical del modelo
económico. Propuso una mayor intervención del Estado y el fortalecimiento de los organismos
públicos de crédito. Planteó un giro hacia la izquierda del programa oficial y exigió al propio
Lula una mayor fidelidad a su compromiso progresista. Algunos cuadros del PT tienen guardado un
viejo rencor hacia el presidente a quien consideran un neoliberal encubierto.
Los empresarios, decíamos, pulsaron las alarmas. Lanzaron un órdago a los
políticos de izquierda y llamaron al gobierno a pactar la continuidad. "No podemos reavivar un
debate que estaba superado. El Estado debe hacer su tarea y dejar que la economía crezca. Así, él
mismo podrá crecer y fortalecerse". El giro político puso los focos de atención sobre el presidente
que, obligadamente, debió reaccionar frente a la presión.
Lula volvió a mostrar cautela. Bajó el tono del conflicto y pidió a su partido
que revisara el programa. Para el buen entendedor, pidió respeto hacia la línea trazada por él y
que reconocieran su liderazgo. Parece no querer sacrificar una popularidad cuyo origen puede
encontrarse, curiosamente, en la prudencia económica y la responsabilidad fiscal. Menos aún cuando
el principal candidato de la oposición –José Serra– domina las encuestas.
El presidente brasileño navegará en aguas crispadas. Mientras intenta poner en
caja a su partido, se ve obligado a escuchar las posturas heterodoxas de Dilma Rousseff, ex
ministra de la Casa Civil de Brasil y candidata suya a la presidencia. La prensa sitúa a Rousseff
en un lugar ideológico más combativo que Lula y la identifica con posturas intervencionistas. Las
mismas de las que el presidente se ha cuidado mucho durante todo su mandato.
La piedra de toque del conflicto nació del Proyecto Nacional de Desarrollo, un
programa que el partido oficialista presenta habitualmente al gobierno. En él se insta a "una mayor
presencia del Estado en la economía y al fortalecimiento de las empresas estatales y las políticas
de crédito de los bancos públicos: el Banco Nacional de Desarrollo Económico y Social (Bndes), el
Banco de Brasil y la Caja Económica Federal (CEF)".
Lo que pretenden los empresarios es contrarrestar esta propuesta. Establecer una
especie de Pacto de la Moncloa capaz de fijar pautas macroeconómicas para los próximos años. Que la
naturaleza concertada del acuerdo produzca "inmunidad" frente a las cuestiones políticas. Algo que,
por otra parte, viene ocurriendo en Brasil desde la era Cardoso. El pacto no sólo encierra la
preocupación empresarial por el futuro de las finanzas, sino que obliga al gobierno a respetar una
fiscalidad.
Los Pactos de la Moncloa, firmados en España durante la transición democrática,
fueron precisamente eso: mecanismos fundamentales de estabilización. De ellos participaron las
famosas Comisiones Obreras (el principal sindicato del país), el gobierno y las entidades
empresarias. La estabilidad significaba detener una inflación galopante y fundar la recuperación.
Los pactos vinieron a contener este desfase y a establecer unas metas de rigurosidad que duran
hasta ahora.
Lo de Brasil va en este sentido. Y no sería un mal ejemplo para la política de
la región. Sus gobiernos han conseguido mantener la estabilidad respetando la democracia y aún la
alternancia. La firmeza con la que respondió su economía desacredita a quienes vinculan el progreso
económico con la dureza de las dictaduras o la necesidad de gobiernos tiranos para afrontar el
desarrollo.
El dilema de Lula debería ser envidiado por los países de la región. Para un
gobierno no hay nada mejor que una clase económica robusta, que lo cuestione y obligue. Que lo
someta a ese tipo de presiones que fuerzan a las administraciones a mejorar.
Lula deberá decidir cómo encamina la presión pactista pero, sobre todo, deberá
revisar las políticas de Estado y pensar en el largo plazo. Algo que sin dudas favorecerá el
desarrollo de su país.