Como es de público conocimiento a Nacho se le cayó un diente en el patio de mi escuela. Y yo, confieso, le escribí una carta al Ratón Pérez. Es que no hay contradicción ideológica posible ante unos ojos de seis años que buscan consuelo en la mirada de la maestra. No sólo la escribí de puño y letra, también la firmé y le puse el sello de la escuela para imprimir fuerza de ley a las palabras para Ignacio.
En medio de vorágines, corridas y rutinas, un poco a las apuradas, se abrió paso la constancia para llegar a la casa de Nacho, justo a tiempo para ocupar debajo de la almohada el lugar del diente perdido en el patio.
Ante mi desconcierto, en los últimos días esta carta ha recorrido las redes sociales recogiendo muestras de afecto y simpatía, hasta llegar a los medios de comunicación masiva. Aún aturdida, balbuceo estas palabras, mientras pienso: "Bienvenida la viralización si nos sirve para mostrar que son muchos los docentes que inventan estas y otras estrategias desde las aulas de las escuelas públicas argentinas".
Puedo dar fe, porque conozco a muchos de ellos. Por ejemplo, yo conozco a unas seños que junto a los niños y a las niñas, saltan a la soga en el recreo.
Que enseñan a leer y a escribir, yendo banco por banco, desafiando profecías.
Que hacen proyectos e inventan ferias de ciencias sin tener recursos, robándole horas al sueño.
Que venden y compran rifas, hacen empanadas para ferias de platos con el objetivo de cambiar vidrios y lamparitas.
Que se quedan ensayando después de clase obras de teatro que representarán el día del niño, o del estudiante.
Que dan la mano al que se lastima en el recreo, y ponen hielo en los chichones para que no duelan tanto.
Que enseñan en las aulas de paredes húmedas y buscan zapatillas para los pies con frío. Que hacen salir el sol aún en los salones más grises, abriendo las puertas del conocimiento.
Que narran cuentos imaginando futuros felices aunque saben que las balas asedian a la vuelta de la esquina.
Que repiten en voz alta: "Esto es lo que elegí, y aquí me quedo".
Que luchan para defender sus condiciones de trabajo porque entienden que son las mismas que las condiciones de aprendizaje de sus alumnos.
Que cuidan la voz para el otro turno, porque con uno solo el salario no alcanza, pero redoblan sus convicciones de construir otro futuro.
Que enseñan en las aulas, en las calles y en las plazas, como lo hizo el maestro Carlos Fuentealba.
Yo conozco docentes que apuestan a la ternura.
La ternura es mucho más que la dulzura. Siguiendo las enseñanzas de Ulloa: "La ternura será abrigo frente a los rigores de la intemperie, alimentos frente a los del hambre, y fundamentalmente buen trato, como escudo protector ante las violencias inevitables del vivir".
¿Cómo podríamos educar si abandonamos los deseos de transformar esta realidad que nos duele? ¿Cómo podríamos volver al otro día a la escuela si se nos pierden los deseos de hacernos más humanos? Difícil tarea en medio de un sistema que nos deshumaniza, institucionalizando el maltrato. Pero estoy convencida que cada vez que podemos mirarnos y reconocernos en el otro, algo del orden de la ternura acontece en nuestras aulas y patios. No como apóstoles ni segundas madres, sino como apasionados trabajadores de la cultura y la educación.