Para aplaudir de pie. No había otra forma de agradecer el despliegue de virtuosismo y buen gusto
que tuvieron Zubin Mehta y la Orquesta Filarmónica de Israel en su debut en Rosario. Más de 2.500
personas quedaron extasiadas ayer en Metropolitano en una noche de lunes de agosto que se ganó un
lugar en la historia de los grandes momentos culturales de la ciudad.
No era el público habitual de los conciertos de música clásica, aunque, claro, tampoco faltaron
los que habitualmente concurren a estas citas de gala. El murmullo previo y la gran expectativa
crecían a medida que se acercaba la hora esperada. A las 21.40 apagaron las luces y todos se
prepararon para el gran momento.
El primer aplauso fue para el presentador, que confirmó que Mehta y la orquesta de 120 músicos
fueron designados visitantes ilustres de la ciudad. Después apareció el dueño de la batuta y ahí
nomás se dio inicio al verdadero deleite.
“Don Juan” abrió el fuego en una noche tan especial que hasta el frío se tomó un
recreo para darle lugar a una jornada primaveral. La historia de este romántico enamoradizo que
escribió Richard Strauss comenzó a tomar forma de la mano de la dulzura de los violines.
Mehta entra en un micromundo en el que pareciera que sólo él y sus músicos podrían habitar.
Manejan una frecuencia distinta, tienen una vibración tan potente que comunican a pleno lo que
interpretan, y ahí, quizá, está el logro más importante de esta aclamada orquesta.
La sutileza es la dueña de la primera parte del concierto. “Las alegres travesuras de Till
Eulenspiegel”, también de Richard Strauss, le pone armonías al derrotero de un ladronzuelo de
la Edad Media que no podrá soslayar su trágico final. Y la música lo cuenta de una manera
inmejorable. Mehta se contorsiona, parece poseído, no se le escapa nada de lo que sucede arriba del
escenario, hasta tiene su tiempo para mirar a uno de los músicos como diciéndole “¿qué
hiciste?”, en un error apenas perceptible.
La simpleza de la melodía central es subyugante. Los bronces coquetean con las maderas y se
lucen crescendos logrados, que van de la mano con cambios de intensidad que invitan al asombro. El
clima del camino de la horca estalla en escena. El drama suena en cada acorde y sin embargo el
final es bien arriba, como si Strauss se atreviese a quitarle el pesar a la mismísima muerte.
El intervalo permitió que la gente compartiera con el de al lado la maravilla que estaba ante
sus ojos. “Esto es lo mejor” se escuchaba de una intérprete lírica. “No, lo más
grande llega con Beethoven”, respondía un entendido en el tema. Lo cierto es que la
“Sinfonía Nº 7” de Ludwig V. Beethoven ganó en impacto. Quizá no tuvo las sutilezas
instrumentales de lo que sonó en la primera parte, pero sí atrapó a partir de la manera en que
dialogaban los vientos y las cuerdas, e incluso en la convivencia de los momentos rítmicos calmos
con los más vivaces.
Tras un allegro con brío de alta intensidad, Zubin Mehta y la Orquesta de Israel finalizaron el
programa pautado. Pero había más. El público de pie no quería que ese momento llegara a su fin. Con
un castellano entendible, Mehta anunció muy formalmente lo que sería el primer bis: “Wolfgang
Amadeus Mozart, «Las bodas de Fígaro», obertura”. “Ahhhh” se escuchó desde las
últimas filas. Y fue una belleza.
El segundo bis llegó con “Polka sin frenos”, de Eduardo Strauss, lo que se tradujo
en un cierre festivo, con rostros más descontracturados arriba y abajo del escenario. Zubin Mehta y
la Orquesta Filarmónica de Israel dejaron su impronta artística en Rosario. Un regalo para los
oídos.